No
fue cosa de llegar y besar el santo, créame. Se hace de rogar, que para eso es
el Emperador. Los españoles están atendidos con todo lujo —lo cortés no quita
lo valiente—, y es el martes cuando les informan de que serán recibidos al
siguiente día, completando la noticia con una guía rápida de reverencias
imperiales: «… en viendo la cara al Príncipe, hincar las rodillas ambas, en
tierra manos y cabeza, hasta que el Príncipe hiciera seña». Cosa que los
españoles, muy suyos pese a estar en casa ajena, no están dispuestos a
consentir. Un español sólo muerde el polvo cuando está muerto, por lo cual se
presentarían al Esperador «… haciendo las reverencias y acatamientos que a su
Rey y señor se acostumbraban hacer, sin dexar armas ni zapatos, y que se le
había de señalar sitio a donde se sentase, y fuese tan cerca de la persona de
S. A., que le pudiese oír lo que dijese».
Ni para ti ni para mí, se logra un
acuerdo, llegando al palacio hacia el mediodía en una comitiva durante la cual
«… delante y detrás en fila, iban más de cuatro mil soldados de su guardia, con
tanta quietud y sosiego, que con haber tan gran número de gente, no se hablaba
palabra, ni hubo alboroto más que si no hubiera gente. Sólo cuando el
Embaxador, se humillaban todos a su usanza».
La recepción transcurre con
normalidad, con intercambio de presentes, entrega de retratos reales y
deslizamientos de alabanzas. Si bien, los españoles, cansinamente puntillosos
según y cómo, remarcan que, respecto de la sala de espera, «… no se puede decir
de su limpieza y aseo…». Además, los religiosos «… como lenguas, lo hicieron
muy bien y fueron muy buenos intérpretes […] y todas las veces que los dichos
religiosos hablaban al dicho Embaxador, aunque estaba sentado delante del Príncipe,
se levantaba y les hacía humillación y respeto […]. Pues con esto han tomado
todos los japoneses tanta devoción a los dichos religiosos y iglesia, que no
pueden estar sin valerse dellos…». Y así se tiran hasta el sábado, cuando la
nueva embajada regresa a Urangava.
A partir de este punto de la
Relación… se narra el largo viaje de los españoles, contando con la
autorización imperial, por todas, o casi, las ciudades de Japón,
fundamentalmente costeras. Visitan —nombraré sólo algunas— Comunga, Coga,
Cucimonio, Vecinomia, Xiracagua, Xesindo, Yonanzua, Gonday, Xivongama,
Mataxima, Ozca, Miato, Onvara, Iturra-Atacho, Zacari, Fumangava, Amito, Meaco,
Usaca; rebautizan pueblos y puertos con nombres de santos; estudian los mejores
puertos para el comercio con Filipinas y Nueva España; cartografían las costas
y parte del interior; se relacionan con los habitantes; reparten y aceptan regalos;
evangelizan; negocian acuerdos comerciales… Asisten, extrañados, al matrimonio
de dos primos hermanos, nietos del Emperador, sin necesidad de dispensa papal:
«… ellos se la toman». Señalan la ciudad de Mataxima como lugar de
peregrinación, comparándolo con «… Santiago de Galicia, por romería o
Jerusalén, porque a ella viene gran suma de gente…», aunque el templo es extremadamente
austero. En Oquinay, la población huye asustada al verlos llegar, lo cual les
causó gran «… novedad, porque, en los demás, hasta aquí, salía la gente a la
playa a vernos…».
El 30 de diciembre de 1611 entran de
nuevo en Yendo «… todos con salud y hecho el servicio de Dios y de S. M.,
dejando todos, señores y vasallos de aquella costa, amigos e inclinados a
nuestra santa fée católica, y tantos y tan buenos puertos descubiertos y en tan
buen paraje y en tierra de tan gran señor como es el dicho Mazamuney, que dice
que cualquier navío español que a su tierra llegue, terná (tendrá) tan buen
paraje y avío, que será parte para que vayan siempre a ella; y quiere que sus
vasallos sean cristianos…». Ahí es nada.
Al Emperador le han ido soplando con
detalle las correrías españolas por su territorio, sobre todo las
evangelizadoras, y está con la mosca detrás de la oreja. Reticencia agudizada
por la presencia de unos holandeses, quienes se la tienen jurada a los
españoles. El rencor viene de meses atrás, cuando reprocharon a los españoles
el haberlos injuriado gravemente ante el Emperador, exponiéndole falsedades que
ponían en duda su honradez. Ahora, apoyados por unos visitantes ingleses, le
revelan la pretensión hispana de descubrir las islas, añadiendo «… que los
españoles eran gente belicosa y diestra en las armas, que podían ir con grande
armada a le quitar el reino…», y que no les concediese licencia alguna.
Por el momento, quien firma este artículo se ve en la
obligación de recurrir, con profundo pesar, a una tercera parte, donde expondrá
la imperial respuesta, amén de otras andanzas y peripecias de nuestros
exploradores por los dominios nipones. Sea.
surdecordoba.com, 16 de julio de 2012.
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