Desde
hace un tiempo me veo obligado a viajar a Madrid una vez al año al menos, y,
por cuestiones horarias, recurro al AVE. Al principio, este medio era sinónimo
de confort, relajación, tranquilidad y, en consecuencia, respetuoso silencio.
Sin embargo, en los últimos años, este distintivo ha quedado archivado. Un
ejemplo fue mi postrero, el pasado otoño.
Accedí al vagón de un tren de la
tarde y, como tengo por costumbre, anulé el sonido del teléfono móvil. Es más,
sobre el dintel de la puerta, bien visible, un luminoso rogaba a los pasajeros
proceder de tal modo, añadiendo que para hablar por el móvil se utilizaran las
zonas de plataformas, con el objeto de no molestar al resto de viajeros. Todo
muy bonito y civilizado… No me había acomodado en el asiento, cuando aparecieron
tres cuarentonas escandalosas, tope modernas, oye, o sea, vistiendo como sus
hijas adolescentes, fashion al cuadrado, o al cubo, con vaqueros descoloridos,
blusas anchas, pañuelos multicolores al cuello y botas de media caña. Buscaban
sus asientos, entre estruendosas carcajadas, cargadas con bolsas de tiendas
exclusivas. Al lado, un hombre joven, alto y trajeado montaba, junto a su
ordenador portátil, toda una parafernalia de dispositivos, como dispuesto a
dirigir una guerra nuclear desde el tren, camino a Madrid. Delante, una mujer
de mediana edad usaba el móvil para hablar con Puri, notificarle su inminente
salida de Córdoba y, de paso, su reciente encuentro con Toñi, quien, al parecer,
era una furcia de mucho cuidado. En esto, dos mujeres gitanas, madre e hija,
llevando en brazos a un churumbel, ocupaban los asientos tras de mí. El vagón
iba prácticamente completo, pero, salvo posterior excepción, los demás eran meros
secundarios.
Así, una azafata anunciaba por megafonía
el inicio de la marcha, nos deseaba un feliz viaje y recordaba el asunto del silencio
y del móvil. La película que se empezó a proyectar era “Génova”, un dramón
pendenciero —con todos mis respetos a Colin Firth—; además, la pantalla de
cinco pulgadas me quedaba a veinte metros, por lo cual, sin libro a mano, la
idea era descansar… Bella intención… El fulano informatizado comenzó a
telefonear a clientes, confirmando reuniones y descubriéndonos lo provechoso de
su viaje, con una apretada agenda de dos días. Suertudo él, me dije, por tener
un trabajo; pero a ver qué coño nos importaba —a mí y al resto— su concilio a
las siete con Perico el de los palotes y a las nueve con san Bernardina de
Mantua. Desde luego, a quien importaba un carajo era a la amiga de Puri, la
cual seguía empecinada en pregonar las cantoneras aventuras de Toñi,
convenciendo al personal de que su último compañero de sábanas fue un estafador
y un chuloputas. Por mi parte, alcé la vista hacia el luminoso para comprobar
—estas cosas pasan— si se le había agotado la pila. Allí continuaba, no
obstante, con el rollo de las plataformas y las molestias, cuando la “Marcha
Radetzky” sonó a todo volumen y un vejestorio barbudo descolgó para responder a
la llamada. En el entretanto, las Barbies cuarentonas sostenían un elevado
debate sobre los complementos en las tendencias otoñales, y la pareja gitana
mostraba, en desmedido tono, su preocupación por la precaria salud del
patriarca mientras hacían caso omiso a los berrinches del mocoso que marcaron
el trayecto.
Para mi consuelo, cada vez que
atravesábamos un túnel, al imbécil de las nuevas tecnologías y a su vecina, la
imbécila, se les anulaba la cobertura durante la conversación. Aunque, por
contra, el enano halló distracción metiendo la mano por entre el claro de los
asientos, manoseando y tirando de mi cazadora. De esta forma, ciscándome en sus
muertos, me giré, mirándolo de un modo que debió de asustarlo, pues se
estremeció, se retrepó en su abuela —ellas se mantenían a lo suyo, sin
percatarse— y, pese a retomar el berreo, no volvió a asomar un dedo.
Lo curioso de toda la anécdota es el
pasotismo mezquino y la desvergüenza de la gente. La descortesía social, o
incluso el bochornoso espectáculo al ser testigo de cómo las azafatas (o
azafatos), obligadas (u obligados) a velar por los pasajeros (o las pasajeras)
y hacer cumplir las normas, cruzaban el vagón sin darse por enteradas (o
enterados). La pérdida de las buenas maneras, de la educación, el desprecio por
la corrección o la impúdica incivilidad que nos desvaloriza como sociedad, y
como seres humanos.
Porque, sin llegar al extremo de firmar un voto de
silencio, una cosa es el diálogo íntimo y otra, la ruin algazara. Y, después de
todo, el tren llegó a su hora. Viaje puntual, por supuesto. Feliz viaje, los
cojones.
lucenadigital.com, 3 de enero 2012.
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