Está
muy bien eso de civilizar. Ya sabe, lo de elevar el nivel cultural de las masas
y mejorar su formación y comportamiento, según define el diccionario de la Real
Academia. Ha supuesto pasos importantes en la Historia de la Humanidad, en
todos los órdenes, incluido el jurídico. Antaño, sumidos en la oscuridad de la
barbarie, se aplicaba aquello de la «responsabilidad colectiva», donde, en el
marco penal, la personal del delincuente se extendía al grupo familiar o
social. Eran los tiempos del «Código de Hammurabi», de los griegos o de los
germanos; también del Derecho Canónico, en su etapa primigenia, y de algunos de
nuestros Fueros. Pero, obviando consideraciones democráticas, tampoco hemos de
remontarnos tanto. El Código Federal de Crímenes Políticos de la URSS, de 1934,
recogía sanción penal para los familiares de los desertores y traidores;
igualmente, el Código Penal búlgaro de 1951. La premisa era muy simple, lógica
para aquella mentalidad: ante la comisión de determinados delitos graves,
siendo posible o no —generalmente no— la imposición de la correspondiente pena
al autor —o autores— del hecho, se entendía que no quedaba suficientemente
satisfecha la responsabilidad, trascendiendo a la familia que lo había criado y
educado, o al colectivo social —gremio, comunidad, pueblo— que lo había
acogido. La primera se orientaba hacia la calificación de garante del
comportamiento del sujeto. En ambos casos, se estimaba una cooperación o complicidad
palmarias.
Por suerte, todo esto ha quedado
atrás. La injusticia de tal ideología es evidente, inmoral, despreciable para
el ser humano del siglo XXI. Lo que ocurre es
que, de vez en cuando, tropiezas con situaciones incómodas, que te hacen
revolverte en la silla, rechinar los dientes y blasfemar en múltiples idiomas
contra la civilización, el civismo y cualquier otra variante etimológica.
Deseas retornar a la Edad Antigua, rescatar el principio de responsabilidad
colectiva e imponer un poco de cordura. Piensas que su abolición es una broma
cruel, o un error subsanable. Pero no. Sólo es un daño colateral, una
consecuencia inevitable de nuestra propia evolución. Simplemente, como
sociedad, no sería conveniente su vigencia, quedaría mal, supondría un
retroceso insalvable.
Me refiero a los casos extremos,
claro. El de la Alemania de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, cuando una
población mayoritaria entregó por votación el poder a un belicista y antisemita
fanático, quien se había reconocido públicamente como tal; o cuando negó tener
conocimiento del exterminio judío mientras se señalaba al vecino —el cual era
humillado y despojado de sus pertenencias— y se sacudía la ceniza de la ropa
tendida. Núremberg cumplió con el protocolo, respecto de los altos mandos; las
duras sanciones económicas, el control militar o la división del país, entre
otras medidas, completaron la pena impuesta a toda una nación. Que ésta fuera
justa o no, que la reparación fuera equitativa al daño o no es algo que no me
corresponde valorar. Ni me apetece.
Actualmente el caso es el de Serbia. Su
estatus oficial de país candidato a la adhesión en la Unión Europea es cosa
hecha. Entonces, uno piensa que una guerra es una guerra, evidentemente. Sin
embargo, hasta en una guerra hay límites. O debería haberlos. A continuación,
lees y recuerdas, tiras de archivos y documentos, para refrescar la memoria.
Las matanzas de Vukovar o Srebrenica, las fosas comunes, los fusilamientos,
degüellos, asesinatos a sangre fría en bosques y campos, la violación masiva de
mujeres en burdeles para la soldadesca o delante de sus familiares, la
pasividad de las autoridades europeas —con mucha sonrisa, mucha pose, mucho
choque de manos y mucha foto— hasta que EE UU decidió intervenir… Y ahora,
llegando a un acuerdito con los kosovares, entregando —o ayudando a capturar— a
Milosevic —quien estará ardiendo en el infierno, presumiblemente—, Karadzic y
Mladic, como cabezas de turco, todo queda olvidado. Pelillos a la mar. El
pasado, oiga, es el pasado. Serbia ha dejado atrás aquellos turbios años de
terror, fuego, acero y sangre que protagonizaron los territorios de un lugar en
un tiempo llamado Yugoslavia. Hoy es un estado civilizado, pacífico, ideal para
las visitas turísticas, para pasar las vacaciones.
Sinceramente, desconozco la clase de
impulso, o de locura, que lleva a miles y miles de personas, aislando toda
racionalidad, a seguir a un pequeño puñado de psicópatas, comportándose como
tales, cuando la superioridad numérica sería la clave para la contención de los
excesos. Y después, ante la derrota, negar la evidencia y justificarse con el
cumplimiento de órdenes —manifiestamente abusivas—, quedándose tan panchos.
Aunque bueno. Quiénes somos nosotros, los españoles, al
cabo, para condenar la actitud de la Unión.
surdecordoba.com, 9 de abril de 2012.
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