La tinta de la
vida fluía por sus venas.
José M. Moreno
Millán, «Piel de papel», El puzle
El escritor, cual sabueso
olisqueando un rastro, puede perseguir la inspiración hasta hallarla al fondo
del rincón oscuro de ese callejón sin escapatoria de las películas policíacas.
El escritor, cual Mycroft Holmes, puede aguardar, sentado en un sillón junto a
la confortable chimenea de su Club Diógenes particular, esa inspiración que
distraiga sus ansias intelectuales. El escritor, cual Hercule Poirot (belga, no
francés) puede, a través de un sosegado proceso de reflexión, ordenar todos los
vestigios, detalles en ocasiones insignificantes para el común de los mortales,
transfiriendo a su privilegiada imaginación el protagonismo de resolver el acertijo
de la página en blanco. El escritor puede investigar, e insuflar a ese
maremágnum de anotaciones el genesíaco soplo literario. El escritor puede, en
fin, excarcelar, sin condición alguna, una imaginación atareada en adueñarse de
toda realidad… Pero el escritor también puede servirse de sus vivencias y
experiencias personales (que para eso son suyas, y están a su disposición) y
pasarlas por el filtro de la literatura, saciando así su vocación narrativa,
para regalarnos, de paso, magníficas historias.