En
el panorama cinematográfico, a través del cual también se llena de ponzoña el
Arte, Quentin Tarantino repugna a muchos cinéfilos, por su tendencia al
friquismo voraz, a la verborragia diarreica y extravagante, a la regurgitación
de subgéneros y a la sórdida encaladura hemoglobínica; así como por sus
devaneos con el asqueroso bicho de Weinstein. Y, probablemente, tengan razón;
lo de Weinstein, incluido. Pero, entre el entramado de acepciones despectivas
que definen su cine, se descubre a un director y guionista innovador y
atrevido, a un creador multidisciplinar, intimista y detallista y a un
enamorado del celuloide; quien, en los últimos tiempos, se ha arrojado a los
inestables y fustigadores brazos de la ucronía. Aunque tan arriesgado salto no habría
de ser condenable, pues el Arte no sólo puede, sino que debe reconstruir la Historia;
no en vano, la Historia de España se estudia deleitando, por ejemplo, las
letras de Pérez Galdós o las pinturas de Goya. Esta predilección hacia la
versatilidad histórica, trasunto, sin duda, de un genio versátil, supo
Tarantino mitificarla en Malditos bastardos (2009), sexto filme del
director estadounidense, en el cual se despachaba a gusto, o despachaba a
gusto, mejor tecleado, a todos los nazis que colocó en el camino de los judíos
protagonistas, con Adolf Hitler y sus lugartenientes a la cabeza; para
condensarlo en su noveno largometraje: Érase una vez en… Hollywood
(2019).