Vive
Dios que, durante el siglo XVI, España parió hombres con dos pelotas como dos
planetas. Desde Gonzalo Fernández de Córdoba hasta los Tercios, desde Vasco
Núñez de Balboa hasta el Galeón de Manila. Juan Sebastián Elcano, Sancho Dávila,
Cristóbal de Mondragón, Francisco de Orellana, Miguel López de Legazpi, Andrés
de Urdaneta, Álvaro de Bazán… Hijos, nietos y bisnietos de aquellos hombres de
la Reconquista, que se lanzaron al mundo para ponerlo firme, para defender
aquello que habían conseguido con el esfuerzo, la perseverancia y la vida, para
impedir que la envidia y la codicia de otros se lo arrebataran, sin más armas
que el coraje, el orgullo y una superior confianza en las propias capacidades,
rayana (probablemente, sí) la arrogancia y la locura (¡aquellas encamisadas!), culminando
gestas impensables para el común de los mortales. De padres, abuelos y
bisabuelos que detuvieron
a los moros en su plan de conquista de Europa, barriéndolos, poco a poco, hacia
sur, devolviéndolos a África, de donde enhoramala salieron. Cuenta la Historia
que la victoria de Carlos Martel en Poitiers frenó la expansión musulmana por
Europa en el año 732, y no se para lo suficiente a explicar cómo los musulmanes
debieron replegarse desde el noreste de la península, sacrificando potencia de
ataque, para contener la feroz resistencia de Don Pelayo y sus sucesores.
Luego, a lo largo del XVII, se perpetuó el legado de españoles engendrados para
prevalecer, y la posible merma de infantería de marina, por la derrota de la
Grande y Felicísima Armada, se suplió de sobra con infantería terrestre. Los
Tercios fueron los amos del combate, y sobrellevaron como pudieron el inicio
del declive, tras la batalla de Rocroi (1643); y el resto del siglo, con su
continuación en el XVIII, el imperio se sostuvo en lo posible, a pesar de todo,
a pesar de la falta de dinero, de intendencia, de hombres, sólo ungidos por una
pátina especial, diferente a los demás humanos, elaborada con capas y capas de
arrestos, de reputación y de respeto, de siglos y siglos de lucha sin descanso
ni cuartel, de temor infundido en unos enemigos cuyo odio y envidia fraguaron
la deleznable mentira de la Leyenda Negra, formada por historietas británicas
y, sobre todo, holandesas. El dominio transcendió lo militar, en el Arte
también destacaba el español: pintura, arquitectura, literatura… Hasta el siglo
XIX, cuando un rey
inútil, un valido incapaz, un almirante imbécil y un Le Petit Cabrón nos
fastidiaron, en Trafalgar, lo ridículo de fiesta que nos quedaba. Y la genética
se agrió, avinagrada por el efecto de la tristeza y la desolación, por la
pérdida irreparable del honor y de hombres y mentes privilegiados, asumiendo,
sin ánimo para hurtarlo, el peso de la falsedad, de aquella Leyenda Negra.