No
soy un nostálgico del pasado. No tiendo a mirar hacia atrás, ni abogar por que
cualquier tiempo pasado fue mejor. No suelo perder un minuto en recordar con melancolía
mi época infantil o adolescente o de inicio en la madurez. Al contrario que
muchos otros, no aflojaría pasta alguna por volver a aquellas fechas de
juventud, deficiente de problemas, responsabilidades o preocupaciones. Es
curioso el número de personas que lo harían: revivir años pretéritos. Más
felices, según ellos. Somos lo que fuimos: un resultado de decisiones y
experiencias. Cambiarlas es ya del todo imposible (salvo disponibilidad de un
DeLorean tuneado por Emmett «Doc» Brown) y revivirlas una estupidez. El pasado,
pasado está, y el presente es su penitencia. O la carga de sus consecuencias.
No implica este proemio o liminar reflexivo el reconocimiento de una infancia
infeliz. De hecho, no lo fue. Aunque jamás me afilié al partido de la
alternancia o sociabilidad (sigo sin estarlo), tampoco lo hice al eremita (a
pesar de que suelo tacharme de misántropo); así que, con sus más y sus menos,
la infancia fue tan bonita como la juventud, incluso como el umbral de la
madurez, y su vestíbulo o soportal: antes y después de la llegada de mi hermano
(prácticamente, no recuerdo nada de mi vida sin él, pues la llenó hasta
colmarla), mis primos y demás familiares, los compañeros del colegio (amigos
todos), a quienes se sumaron con posterioridad los del bachiller y la facultad,
los profesores y vecinos, y, por supuesto, mis padres… Sólo es que no volvería
a vivir un segundo de mis casi cuarenta años de existencia, quizá por pereza
emocional, quizá por lo fantasioso o extravagante de la idea, quizá porque el
dolor, martillo que forja nuestro carácter, ha sido, en estos años, más intenso
que el deleite.