Pues
hoy me voy a dar el lujazo de ahorrarme el tecleo adjuntando una carta que me
envió mi buen amigo Tito durante su fin de semana en Madrid, la cual, me parece,
goza del suficiente interés. Carta remitida por correo electrónico, sí; pero él
es muy tradicional en cuanto a las formas.
«Estimado amigo:
Pasado el mediodía del sábado
matritense, me resulta imposible contener el ánimo de escribirte unas palabras,
comentándote lo mejor y lo peor de la media jornada. O sólo lo peor, según
apreciaciones. En todo caso, con el fin del esperado disfrute mutuo: el mío,
asegurado, recordando y contándotelo; el tuyo, augurado, imaginando y
divirtiéndote. Simultáneamente, te pongo al tanto de los aconteceres
capitalinos, dada tu renuncia a la aventura oposicionista.
La inmortalidad de mi deficitaria
situación económica —el siseo a los amigos es ya una cuestión de principios—,
me obligó a viajar a la Villa por medio del transporte por carretera. Me
refiero al autocar, esa mole comunitaria que reduce a la mínima expresión el
concepto de “asiento individual” y condensa el espacio personal a la mitad del
volumen de un individuo medio, hasta redefinir el término “incomodidad” a un grado
de infinita superlación. El olor a humanidad y la falta de ventilación son
historias aparte, demasiado extensas al momento. No obstante, viajando de
madrugada y con el asiento contiguo libre, pude amodorrarme, con la riqueza de
variar de postura, acogiéndome al limitado hueco “inter sedes” —o como se diga
el latinajo—. Discutible privilegio que relativizó la duración del trayecto y
me descubrió la flexibilidad de las extremidades, adaptándose en inconcebibles
ángulos.
Llegado al destino, aguardé en la
estación la hora del desayuno. Sentado en un banco de buen metal, el frío del
amanecer otoñal traspasaba el poliéster de mi indumentaria y, conducido sin
impedimento por el acero, el vaquero del pantalón. Pese a que mi cuerpo rozaba
la experiencia del cero absoluto, mis sentidos captaban los datos del entorno con
plena receptividad.
Con los brazos cruzados, procurando
calentar el pecho, mis ojos y mis oídos apreciaron a los resignados usuarios
del servicio público, desde aquellos cuya cara de aburrimiento era notoria
hasta los grupos cargados de maletas y cajas envueltas en plástico (uno empezó
a desenvolver, y si no estuvo diez minutos, logrando reunir un ovillo de
cincuenta centímetros de diámetro, no estuvo nada), pasando por quienes mataban
el tiempo leyendo un libro u ojeando una revista, quienes se habían visto
comprometidos a ir de acompañantes o quienes aprovechaban para dar una
cabezadita. Dentro de estos últimos se sucedió una anécdota que no quiero dejar
pasar.
Un puñado de personas de Europa del
este charlaba distendidamente. Dos paisanos, cuyos malos modos y pintas debían
excluirlos de la camarilla, estaban apartados. Uno de ellos, tumbado, dormía
ocupando tres sitios. Una agente de seguridad, menuda, pero con un par, le dio
unos toquecitos, pidiéndole, educada y profesional, que se sentara
correctamente. El tal, arrancado del seno de Morfeo, incorporándose molesto por
la invasión, le recriminó el gesto con feos reproches en su lengua materna —el
tono y las maneras no se interpretaban como disculpas—. La agente se mantuvo
firme. Cuando ésta se hubo alejado, aún bajo los efectos del sopor, dirigió una
mirada cómplice a su compadre, el cual afirmó con un seco movimiento de cabeza,
y de nuevo se tumbó.
Cualquier vejiga humana es limitada,
y resulta que el compadre se levantó para ir al escusado. Fue entonces cuando
la agente, en su ronda, pasó por allí. Esta vez fue más contundente, también la
reacción del extranjero, que dio una voz y golpeó el banco. La mujer —“dale más
fuerte”, comentó— acercó la mano a la porra con sutilidad y un compañero de
considerables dimensiones se acercó al lugar de los hechos. Sea por una u otra
cosa, el dormilón pareció tranquilizarse, asumiendo las normas. Los agentes
siguieron a lo suyo, y el foráneo se cagó en los muertos del compadre, recién
regresado.
Ahí debió terminar el asunto. Debió.
Porque, al poco, el figura insistió en la posición fetal para garantizar el
descanso. La protagonista femenina, ubicada a unos pasos de mí, se percató de
la rebeldía y por el intercomunicador solicitó permiso para expulsarlo. La
respuesta por el auricular fue negativa —posiblemente, el autocar no tardara en
salir—. Lo dejó estar, y se marchó, chasqueando la lengua. Al fin y al cabo,
era a ella a quien se le había sublevado. El otro se libró.
Continuando con lo mío, tras un
desayuno en la cafetería de la estación, donde la relación cantidad/coste se
integraría en el terreno de las defraudaciones, enfilé hacia la calle.
Punto y aparte, amigo. Tengo hambre
e inflamadas las yemas de los dedos. Luego habrá ocasión de proseguir.
Saludos.»
surdecordoba.com, 31 de octubre de 2012.
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