sábado, 24 de enero de 2015

Sólo el nombre

Tito Liviano y yo salimos de la Biblioteca Municipal, donde nos encontramos por casualidad, sin hallar los libros que buscábamos —hecho harto excepcional, por otra parte—. Hace un frío de mil diablos y nos arropamos lo mejor posible con los abrigos, tomando dirección hacia la calle Ancha. A la altura del vallado bibliotecario, miro a mi amigo de soslayo. Observo que sonríe. Enemigo de la carcajada, es una sonrisa de las suyas: quebrada, torcida a la izquierda, sin opción de visibilidad para los dientes, oscurecida por la barba de tres días. Una sonrisa habitual, atraída por la reflexión mordaz que acaba de cruzar su mente.
 
—¿Y esa sonrisa? —le pregunto, curioso. No conviene desaprovechar la ocasión, por si merece la pena.
 
—Me gustaría haber estado presente, para verles las caras —responde, estoico.
 
—¿A quién?
 
—A los miembros de la comisión de la Red de Juderías que visitaron la zona… Y al representante municipal de turno.
 
—¿Por qué sacas el tema ahora?
 
—Por nada. Sólo recordaba el espantoso ridículo.
 
—Hombre, él no tuvo culpa. Era necesario intentarlo… Crisis… Fomento del turismo… Atrayente sector sin explotar… Oportuno descubrimiento… Ya sabes.
 
—Su responsabilidad —replica, encogiéndose de hombros— estriba en la previsibilidad… En la ausencia de la misma.
 
Cualquiera con un poco de sentido común, continúa exponiendo mi amigo, comprende que una calle estrecha —o dos— no es una judería. Por mucho que en ella se ubique un bar con tal nombre. Máxime, si ni siquiera cuenta con una sinagoga. Otra cosa es el a ver si cuela. Habría sido interesante el testimonio de la entrada triunfal de los comisionados evaluadores por la calle Flores. Esa autoridad local parando a la mitad del recorrido, abriendo los brazos ceremoniosamente en un aquí estamos, señores. Aquí estamos, dónde. Pues, dónde va a ser: en la judería lucentina. Entonces, los integrantes, mirándose entre sí, incómodos, se rascan el cuero cabelludo, se vuelven al munícipe —o a quien correspondiese—, inclinan la cabeza al percatarse de esa ofensa al deleite arquitectónico que es la valla de la biblioteca, miran de nuevo al anfitrión —éste mantiene la pose de maestro de ceremonias— y otra vez entre ellos. Muy bonito todo, caballero… Ya nos pasaremos otro día por aquí, con más tiempo… Cuando tengamos que viajar por el sur y nos topemos con un desvío de confianza… Si acaso. Y el munícipe —o quien correspondiese— traga saliva, se ajusta la corbata y procura sostener la compostura, evitar el sonrojo. Eso debería haberlo sabido, haberlo previsto.
 
—Pero tienes razón —concluye—. Tampoco es culpa suya. O exclusivamente… Cada ciudadano tiene la ciudad que se merece, al fin y al cabo.
 
Irrespetuosos con la homogeneidad de criterios —no sería insólito toparnos con una fachada bermellón de cuatro plantas junto a una empedrada de dos, cual collage de parvulario—, la destrucción del patrimonio urbanístico y arquitectónico local es algo que viene de lejos. Por no remontarnos demasiado, ¿qué ha subsistido de las casas señoriales, los escudos de armas, el palacio ducal o el castillo? ¿Qué ha quedado de las edificaciones religiosas —católicas, en los últimos tiempos—, comerciales, culturales o de servicios?… Es imprescindible evolucionar, progresar, e, igualmente, conservar los elementos que nos permitan aprender, para enriquecer nuestra cultura y no cometer los mismos errores. Concretamente, en lo referente a la inclusión de la ciudad en la Red de Juderías de España, la alternativa viable parece ser la histórica —la necrópolis ayudará a fructificarla, en principio—, asumiendo la cultural. Los mejores deseos al proyecto… Aunque también es lástima que advenedizos vengan, con mucha diplomacia, a plantarnos la realidad ante las narices.
 
Hace poco alguien comentaba que lo importante en nuestra ciudad es conseguir la foto. Realizada la foto de la cosa en cuestión, trae sin cuidado su destino (el de la cosa). Pese a lo cual, en fechas relativamente recientes, por vergüenza, se pretende restablecer la sintonía arquitectónica y urbanística, rehabilitando, con mayor o menor perspicacia material y estilística, inmuebles y demás emplazamientos civiles. Por ello es imperativo fomentar iniciativas como la presentada a mediados del pasado mes por los profesores José Antonio Villalba y Conrado Castilla. Con el objetivo de dar a conocer a los jóvenes estudiantes los monumentos de la ciudad, asimismo, la estructura y pautas de su callejero, contribuirán, sin duda, a la extirpación del infame exterminio patrimonial idiosincrásico.
 
—Entiéndeme —insiste Tito, alzando las solapas del abrigo para proteger cara y cuello de un viento gélido, cortante como cuchillas—, de la calle Palacios, parafraseando la famosa novela, nos queda únicamente el nombre.
 
lucenadigital.com, 2 de marzo de 2012.

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