Tito
Liviano y yo salimos de la Biblioteca Municipal, donde nos encontramos por
casualidad, sin hallar los libros que buscábamos —hecho harto excepcional, por
otra parte—. Hace un frío de mil diablos y nos arropamos lo mejor posible con
los abrigos, tomando dirección hacia la calle Ancha. A la altura del vallado
bibliotecario, miro a mi amigo de soslayo. Observo que sonríe. Enemigo de la
carcajada, es una sonrisa de las suyas: quebrada, torcida a la izquierda, sin
opción de visibilidad para los dientes, oscurecida por la barba de tres días.
Una sonrisa habitual, atraída por la reflexión mordaz que acaba de cruzar su
mente.
—¿Y esa sonrisa? —le pregunto,
curioso. No conviene desaprovechar la ocasión, por si merece la pena.
—Me gustaría haber estado presente,
para verles las caras —responde, estoico.
—¿A quién?
—A los miembros de la comisión de la
Red de Juderías que visitaron la zona… Y al representante municipal de turno.
—¿Por qué sacas el tema ahora?
—Por nada. Sólo recordaba el espantoso
ridículo.
—Hombre, él no tuvo culpa. Era
necesario intentarlo… Crisis… Fomento del turismo… Atrayente sector sin
explotar… Oportuno descubrimiento… Ya sabes.
—Su responsabilidad —replica,
encogiéndose de hombros— estriba en la previsibilidad… En la ausencia de la
misma.
Cualquiera con un poco de sentido
común, continúa exponiendo mi amigo, comprende que una calle estrecha —o dos—
no es una judería. Por mucho que en ella se ubique un bar con tal nombre.
Máxime, si ni siquiera cuenta con una sinagoga. Otra cosa es el a ver si cuela.
Habría sido interesante el testimonio de la entrada triunfal de los
comisionados evaluadores por la calle Flores. Esa autoridad local parando a la
mitad del recorrido, abriendo los brazos ceremoniosamente en un aquí estamos,
señores. Aquí estamos, dónde. Pues, dónde va a ser: en la judería lucentina.
Entonces, los integrantes, mirándose entre sí, incómodos, se rascan el cuero
cabelludo, se vuelven al munícipe —o a quien correspondiese—, inclinan la
cabeza al percatarse de esa ofensa al deleite arquitectónico que es la valla de
la biblioteca, miran de nuevo al anfitrión —éste mantiene la pose de maestro de
ceremonias— y otra vez entre ellos. Muy bonito todo, caballero… Ya nos
pasaremos otro día por aquí, con más tiempo… Cuando tengamos que viajar por el
sur y nos topemos con un desvío de confianza… Si acaso. Y el munícipe —o quien
correspondiese— traga saliva, se ajusta la corbata y procura sostener la
compostura, evitar el sonrojo. Eso debería haberlo sabido, haberlo previsto.
—Pero tienes razón —concluye—.
Tampoco es culpa suya. O exclusivamente… Cada ciudadano tiene la ciudad que se
merece, al fin y al cabo.
Irrespetuosos con la homogeneidad de
criterios —no sería insólito toparnos con una fachada bermellón de cuatro
plantas junto a una empedrada de dos, cual collage
de parvulario—, la destrucción del patrimonio urbanístico y arquitectónico
local es algo que viene de lejos. Por no remontarnos demasiado, ¿qué ha
subsistido de las casas señoriales, los escudos de armas, el palacio ducal o el
castillo? ¿Qué ha quedado de las edificaciones religiosas —católicas, en los
últimos tiempos—, comerciales, culturales o de servicios?… Es imprescindible
evolucionar, progresar, e, igualmente, conservar los elementos que nos permitan
aprender, para enriquecer nuestra cultura y no cometer los mismos errores. Concretamente,
en lo referente a la inclusión de la ciudad en la Red de Juderías de España, la
alternativa viable parece ser la histórica —la necrópolis ayudará a fructificarla,
en principio—, asumiendo la cultural. Los mejores deseos al proyecto… Aunque
también es lástima que advenedizos vengan, con mucha diplomacia, a plantarnos
la realidad ante las narices.
Hace poco alguien comentaba que lo
importante en nuestra ciudad es conseguir la foto. Realizada la foto de la cosa
en cuestión, trae sin cuidado su destino (el de la cosa). Pese a lo cual, en
fechas relativamente recientes, por vergüenza, se pretende restablecer la
sintonía arquitectónica y urbanística, rehabilitando, con mayor o menor
perspicacia material y estilística, inmuebles y demás emplazamientos civiles.
Por ello es imperativo fomentar iniciativas como la presentada a mediados del
pasado mes por los profesores José Antonio Villalba y Conrado Castilla. Con el
objetivo de dar a conocer a los jóvenes estudiantes los monumentos de la
ciudad, asimismo, la estructura y pautas de su callejero, contribuirán, sin
duda, a la extirpación del infame exterminio patrimonial idiosincrásico.
—Entiéndeme —insiste Tito, alzando las solapas del abrigo
para proteger cara y cuello de un viento gélido, cortante como cuchillas—, de
la calle Palacios, parafraseando la famosa novela, nos queda únicamente el
nombre.
lucenadigital.com, 2 de marzo de 2012.
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