sábado, 17 de enero de 2015

Los disciplinados

Por el título, a priori, podría parecer una película de Pajares y Esteso. Nada más lejos de la realidad. O no. Los españoles estamos curtidos en mil batallas. Después de tantos siglos, asumimos determinados comportamientos, los cuales otros países calificarían de deshonestos, corruptos y aberrantes, como propios de nuestra idiosincrasia. No nos despeinamos ni alteramos ante escándalos de aprovechamiento económico —o de otra índole— supuestamente… reprobables, siendo prudentes. Tampoco nos espanta saber que muchos de nuestros gobernantes, representantes y demás casta política no aparenten tener el graduado escolar. No nos preocupa lo más mínimo que cualquiera se meta en política a los veinticuatro años y esté chupando del bote hasta comenzar a cobrar una suculenta jubilación, sin dar un palo al agua, transformando en alevoso serrallo un servicio público, tomándolo por profesión. No nos azoramos ante los tejemanejes de las covachuelas nacionales, o autonómicas, o provinciales, o locales. Ni nos importa la mentira, la incompetencia, la mediocridad o la incapacidad. Ni la política del «y tú más», la del desgaste, la de la discordia o la de la irresponsabilidad. O que se acumulen dos, tres, cuatro cargos en un mero individuo.
 
Lo entendemos, decía, como algo natural. De lo contrario, no se explica que en cada periodo electoral, o fin de semana, agitemos banderitas con los colores del partido político en palacios de congresos, plazas de toros, estadios de fútbol u otros saraos varios, palmeando mensajes incoherentes. Ni que sigamos votando unas listas donde siempre aparecen los mismos nombres, pléyade intangible. Ni que, por ejemplo, en Andalucía y Comunidad Valenciana sigan gobernando idénticas siglas, o personas.
 
Nos merecemos lo que tenemos, creo. Por imbéciles y sumisos. Por disciplinados. Ciertamente, en los últimos tiempos se ha percibido un cambio. Una reacción concebida como deber ciudadano. No basta. Ante ello, conviene mencionar a otro tipo de disciplinados. Valdría su extrapolación a las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas, pero quiero fijarme en el Congreso de los Diputados.
 
Asiduamente, a través de la prensa y la televisión, perpetuos testigos de aconteceres, recibimos imágenes de un Congreso vacío, o donde sus señorías se pueden contar con los dedos de las manos, y sobran, pese a cobrar su sueldo íntegro. Para ver todos los escaños ocupados, tenemos que aguardar citas mediáticas, tipo control al Gobierno o votación de leyes con gran repercusión. En los demás casos, ni están ni se les espera. La duda en torno a la utilidad de tan gran número de miembros en una institución en la cual la mayor parte de sus actividades se suple con unos pocos puede rondar la cabeza nacional, la de los ciudadanos lúcidos, o que empiezan a serlo. Y en mí se acrecienta cuando pienso en la llamada «disciplina de partido».
 
Nuestra Constitución dispone en su artículo 79.3: «El voto de Senadores y Diputados es personal e indelegable». Esto es, cada senador o diputado ha de emitir su voto por sí mismo, y únicamente el suyo. No está permitido delegar el ejercicio en otro integrante  —o un tercero ajeno—, ni que éste lo ejerza motu proprio. La cuestión al efecto es que «personal e indelegable» no son términos como «individual» o, sobre todo, «independiente». Una laguna aprovechada por los partidos y sus correspondientes grupos parlamentarios para imponer a sus componentes la obligación de votar acorde con la orientación marcada por una cúpula generalmente incluida en la composición. No se vota de acuerdo con los principios o decisiones de cada cual, ni de acuerdo con los intereses de los electores a quienes representa, aquellos que mayoritariamente lo han elegido. Nada. Es un voto ordenado por la dirección del partido. Es la disciplina. Incumplirla implica la desconfianza, la destitución, la defenestración por la osadía, salvo autorización previa de libertad en la emisión del voto.
 
La disciplina de partido es un contrato por el que un partido, excusándose en la representación democrática del pueblo soberano, incorpora a un sujeto a una lista con posibilidad de trabajar durante cuatro años, financiando los gastos de difusión y campaña. A cambio, el referido sujeto se compromete a acatar las directrices establecidas por el partido, favorecer sus pretensiones, defender sus propensiones y consumar la línea de voto parlamentario, prestando —parafraseando la histórica Real Ordenanza— ciega y universal obediencia a sus respectivos superiores.
 
Se denomina «democracia de partidos», el sistema político configurado en nuestro país. Los partidos —pluralismo político, al cabo— aglutinan el control de los poderes del Estado, formalizando los mandatos de sus dirigentes. Un panorama donde no son necesarios trescientos cincuenta figurantes en el papel de diputados. Uno por provincia y ciudad autónoma parece suficiente. Y nos ahorraríamos una pasta. Ojo al detalle.
 
lucenadigital.com, 1 de julio de 2012.

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