Por
el título, a priori, podría parecer una película de Pajares y Esteso. Nada más
lejos de la realidad. O no. Los españoles estamos curtidos en mil batallas.
Después de tantos siglos, asumimos determinados comportamientos, los cuales
otros países calificarían de deshonestos, corruptos y aberrantes, como propios
de nuestra idiosincrasia. No nos despeinamos ni alteramos ante escándalos de
aprovechamiento económico —o de otra índole— supuestamente… reprobables, siendo
prudentes. Tampoco nos espanta saber que muchos de nuestros gobernantes,
representantes y demás casta política no aparenten tener el graduado escolar. No
nos preocupa lo más mínimo que cualquiera se meta en política a los
veinticuatro años y esté chupando del bote hasta comenzar a cobrar una
suculenta jubilación, sin dar un palo al agua, transformando en alevoso
serrallo un servicio público, tomándolo por profesión. No nos azoramos ante los
tejemanejes de las covachuelas nacionales, o autonómicas, o provinciales, o
locales. Ni nos importa la mentira, la incompetencia, la mediocridad o la
incapacidad. Ni la política del «y tú más», la del desgaste, la de la discordia
o la de la irresponsabilidad. O que se acumulen dos, tres, cuatro cargos en un
mero individuo.
Lo entendemos, decía, como algo
natural. De lo contrario, no se explica que en cada periodo electoral, o fin de
semana, agitemos banderitas con los colores del partido político en palacios de
congresos, plazas de toros, estadios de fútbol u otros saraos varios, palmeando
mensajes incoherentes. Ni que sigamos votando unas listas donde siempre
aparecen los mismos nombres, pléyade intangible. Ni que, por ejemplo, en
Andalucía y Comunidad Valenciana sigan gobernando idénticas siglas, o personas.
Nos merecemos lo que tenemos, creo.
Por imbéciles y sumisos. Por disciplinados. Ciertamente, en los últimos tiempos
se ha percibido un cambio. Una reacción concebida como deber ciudadano. No
basta. Ante ello, conviene mencionar a otro tipo de disciplinados. Valdría su
extrapolación a las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas, pero
quiero fijarme en el Congreso de los Diputados.
Asiduamente, a través de la prensa y
la televisión, perpetuos testigos de aconteceres, recibimos imágenes de un
Congreso vacío, o donde sus señorías se pueden contar con los dedos de las
manos, y sobran, pese a cobrar su sueldo íntegro. Para ver todos los escaños
ocupados, tenemos que aguardar citas mediáticas, tipo control al Gobierno o votación
de leyes con gran repercusión. En los demás casos, ni están ni se les espera.
La duda en torno a la utilidad de tan gran número de miembros en una
institución en la cual la mayor parte de sus actividades se suple con unos
pocos puede rondar la cabeza nacional, la de los ciudadanos lúcidos, o que
empiezan a serlo. Y en mí se acrecienta cuando pienso en la llamada «disciplina
de partido».
Nuestra Constitución dispone en su
artículo 79.3: «El voto de Senadores y Diputados es personal e indelegable».
Esto es, cada senador o diputado ha de emitir su voto por sí mismo, y
únicamente el suyo. No está permitido delegar el ejercicio en otro
integrante —o un tercero ajeno—, ni que
éste lo ejerza motu proprio. La cuestión al efecto es que «personal e
indelegable» no son términos como «individual» o, sobre todo, «independiente».
Una laguna aprovechada por los partidos y sus correspondientes grupos
parlamentarios para imponer a sus componentes la obligación de votar acorde con
la orientación marcada por una cúpula generalmente incluida en la composición.
No se vota de acuerdo con los principios o decisiones de cada cual, ni de
acuerdo con los intereses de los electores a quienes representa, aquellos que
mayoritariamente lo han elegido. Nada. Es un voto ordenado por la dirección del
partido. Es la disciplina. Incumplirla implica la desconfianza, la destitución,
la defenestración por la osadía, salvo autorización previa de libertad en la
emisión del voto.
La disciplina de partido es un
contrato por el que un partido, excusándose en la representación democrática
del pueblo soberano, incorpora a un sujeto a una lista con posibilidad de
trabajar durante cuatro años, financiando los gastos de difusión y campaña. A
cambio, el referido sujeto se compromete a acatar las directrices establecidas
por el partido, favorecer sus pretensiones, defender sus propensiones y
consumar la línea de voto parlamentario, prestando —parafraseando la histórica
Real Ordenanza— ciega y universal obediencia a sus respectivos superiores.
Se denomina «democracia de partidos», el sistema político
configurado en nuestro país. Los partidos —pluralismo político, al cabo—
aglutinan el control de los poderes del Estado, formalizando los mandatos de
sus dirigentes. Un panorama donde no son necesarios trescientos cincuenta
figurantes en el papel de diputados. Uno por provincia y ciudad autónoma parece
suficiente. Y nos ahorraríamos una pasta. Ojo al detalle.
lucenadigital.com, 1 de julio de 2012.
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