sábado, 17 de enero de 2015

Mi ambición rubia

La primera vez que la vi miraba al mar desde un acantilado de la Riviera francesa. El dorado de sus cabellos y el brillo de sus ojos azules resaltaban sobre el fondo del idílico paraíso, fusionando cielo y mar sobre la lejana línea de un horizonte perdido a cientos de millas, arrastrando consigo un áureo sol, impotentes ante la divina, suave, angelical belleza de aquella mujer irrepetible. El rubio de su corta melena y el zarco de sus ojos suplantaban, pues, con donosa superioridad, la estampa concedida por la Naturaleza al paraje de la costa mediterránea.
 
De seguir viva, en noviembre habría cumplido ochenta y tres años, y seguro que conservaría rasgos de su atractivo, los marcados a perpetuidad, recordándonos lo que un día fue, y ya no podrá ser. Murió por un accidente de tráfico hace treinta años, un mes de septiembre de 1982.
 
Grace Kelly siempre será mi ambición rubia. La prefiero a Marilyn Monroe, cuya belleza me parece pueril, artificial y servil, en comparación. Una belleza de posado, mascarada de un inferior rango.
 
Nadie mejor que Robert Burks supo escoger la luz adecuada para realzar los perfiles de su rostro; de hecho, por un trabajo con ella recibió el Oscar. Sí, Grace Kelly son palabras mayores. Tanto que once películas le bastaron para conquistar a una industria cinematográfica —una nominación y un Oscar—, a unos cuantos galanes y a todo un príncipe, quien nos privaría egoístamente de ella, arrebatándonosla del cine y de los sueños. Pero qué podíamos hacer nosotros, simples mortales, frente a un príncipe.
 
Pese a su escaso papel, en Catorce horas encandiló con un esplendor natural el conjunto del metraje. En Solo ante el peligro Gary Cooper encontró a la compañera perfecta. Compitió con la mismísima Ava Gardner en Mogambo. Se convirtió en la víctima del retorcido plan de Ray Milland en Crimen perfecto. Llevado por su arrojo y valentía, Stewart Granger sacrificó su mina en Fuego verde. Confió en la intuición paranoica de James Stewart en La ventana indiscreta. En La angustia de vivir sostuvo, con profunda carga dramática, la caída depresiva de un Bing Crosby en fase autodestructiva. Asumió la condición militar de William Holden en Los puentes de Toko-Ri. Le robó un beso a un afortunado Cary Grant en el umbral de su habitación de hotel en Atrapa a un ladrón —maldita suerte la de algunos—. Como princesa de El cisne, se vio obligada a decidir entre el deber y el amor. Y Bing Crosby se dio cuenta de que debía recuperar a su ex en Alta sociedad.
 
Perteneció a una generación de actrices cuya sola presencia llenó la gran pantalla de los años cuarenta a los sesenta. Mujeres dotadas no ya de un excepcional talento, sino de una elegancia y una distinción sin igual. Capaces de engalanarse con un vestido de noche, ceñirse un traje de chaqueta, colocarse un sombrero, mantener un exquisito peinado, subirse en unos finos tacones, lucir unas delicadas joyas o fumarse un cigarrillo con porte digno y ceremonioso, desenvoltura pura y espontánea, no exentos de discreta coquetería ni serena gracia. Dentro y fuera del plató, sin perjuicio de las exigencias del guion.
 
Actrices que nos transportaban —a los hombres, normalmente— con la imaginación, dominada por el deseo, al protagonismo de sus películas. Sucumbir a la seducción fatal de Joan Bennett en Perversidad, de Rita Hayworth en La dama de Shanghai —la Gilda que hizo de nosotros unos cínicos resentidos— o de Barbara Stanwyck en Perdición —esa memorable bajada de escaleras—; ser socorridos por Lauren Bacall en La senda tenebrosa o Jane Wyman en Días sin huella; tener a Marlene Dietrich como Testigo de cargo; dudar de nuestra cordura con Kim Novak en Vértigo; quedar colgados del Monumento Rushmore al lado de Eva Marie Saint en Con la muerte en los talones; ser vecinos de Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes o pasar junto a ella unas Vacaciones en Roma, paseo en moto incluido; vivir con Claudia Cardinale la Italia decimonónica en El gatopardo o el Viejo Oeste americano en Hasta que llegó su hora; encontrar la felicidad en Irlanda de la mano de Maureen O'Hara en El hombre tranquilo; compartir destino con Deborah Kerr en Quo vadis; contemplar la estatua de Ava Gardner en La condesa descalza; despedirnos de Ingrid Bergman en el aeropuerto de Casablanca; curar a Elizabeth Taylor de su trauma en De repente, el último verano; casarnos con Joan Fontaine para olvidar a Rebeca; o, en fin, renegar de nuestro divorcio con Katharine Hepburn en Historias de Filadelfia.
 
Conforme, hoy tenemos a Scarlett Johansson, Natalie Portman, Jessica Biel, Angelina Jolie, Penélope Cruz, Kate Winslet, Diane Kruger o Charlize Theron. Todas ellas de evidentes encantos, e indudables aptitudes, en su mayor parte. Sin embargo, excluyendo a Catherine Zeta-Jones y Monica Bellucci, quizá por corresponder a otra generación, con ninguna de ellas la envidia masculina alcanzará tan alto grado como con Marcello Mastroianni, por unirse al chapuzón de Anita Ekberg en la Fontana di Trevi de La dolce vita.
 
lucenadigital.com, 1 de septiembre de 2012.

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