sábado, 24 de enero de 2015

Ni piedad ni perdón

Ha sido un mal año éste que termina. Para mí. Para la gran mayoría de españoles (decir todos, sería mentir). Una mierda de año… no pintando demasiado bien el que se presenta. Y ahórrese lo de la esperanza, lo de la confianza o, peor, lo del nuevo año será mejor. Hágame el favor. Sólo hace falta observar, escuchar, analizar, ser consciente de la realidad. Porque, cuando el desempleo ronda el veintiséis por ciento de la población activa —varias generaciones de jóvenes perdidas—, cuando los enfermos se quedan sin asistencia, cuando la educación universitaria es un lujo exclusivo para los acaudalados, cuando a los ciudadanos se les dificulta el acceso a la tutela judicial, cuando unos padres no tienen para alimentar a sus hijos, cuando una familia pierde el techo que la cobija o cuando una madre se ve obligada a despedirse de un hijo dispuesto a la emigración, todas esas palabras se tornan vacías, inconsolables, y son un insulto para la inteligencia de cualquier persona medianamente lúcida.
 
Hechos acaecidos constantemente, es verdad. Pero, en este tiempo, lo casos han desbordado el equilibrio, y la posibilidad de un mínimo auxilio garantizado. Máxime en este miserable país, genéticamente contagiado de ingratitud, envidia, incultura, fanatismo y estupidez, que comete idénticos errores una vez tras otra, porque el conocimiento, la comprensión, el progreso y la historia le importan un carajo. De tal modo, cuando se levanta y parece sostenerse erguido, vuelve a caer con estrépito, vuelve a quedar tirado por el suelo, incapaz de mantenerse y avanzar. Yo mismo, por circunstancias personales, tengo la sensación de haber retrocedido veinte o veinticinco años.
 
Contados los precedentes, nunca perdonaré a la generación política de las dos últimas décadas (remontarme más atrás, supondría materia para un nuevo debate). ¿Es ella la única responsable? No, desde luego. Banqueros canallas que han repartido créditos gratuitamente, promotores caraduras que han vendido inmuebles a precios sobreelevados, oligarcas energéticos que ha monopolizado —monopolizan— codiciosamente el sector y ciudadanos ingenuos que quisimos vivir por encima de nuestras posibilidades, o creímos poder hacerlo, deslumbrados al ponernos en pie y convencidos de andar al fin.
 
Los políticos debían controlar, guiar, prever, ejemplarizar, normalizar, gobernar. Para eso fueron elegidos. Por el contrario, los gobiernos alentaron proyectos grotescos, ejecutaron planes incoherentes, aprobaron normas condenables, demostraron su falta de preparación ante situaciones de crisis, sus limitaciones intelectuales y técnicas, su ineptitud, mediocridad y deficiencia; las oposiciones jugaron al desgaste, sin activar soluciones, y, llegados al poder, no hicieron nada por modificar o regenerar los sistemas político y económico. Unos y otras se preocuparon por perpetuarse, por conservar el sillón, por los votos; haciendo feliz a una sociedad naturalmente anárquica, malcriándola con concesiones fuera de toda sensatez o progresión antropológica, de todo orden prudente. Sus luchas partidistas, eternamente al frente. (Para entrar en la corrupción y multiplicidad de sueldos, no me queda espacio.)
 
Teniendo el agua al cuello, proponen y decretan medidas paliativas urgentes, con ese tufo demagógico y esa precipitación hermana, a la larga, de la insatisfacción. Además, pretenden que seamos decentes en tiempos indecentes, que seamos civilizados en tiempos desesperados, que seamos honrados en tiempos inmorales. Mientras, ellos conservan su posición y privilegios, y nos desangran sin compasión, recaudan lo poco que ganamos, depauperándonos, revientan el consumo e imposibilitan la supervivencia. Eso sí, treinta hijos de diputados tendrán un iPad nuevo por Navidad. Ya basta, joder.
 
Tampoco me venga, se lo ruego, al saber de lo que hablo, con lo de generalizar. Las excepciones son eso. Y, según mi opinión, igualmente responsable es quien, aun convencido de lo inalcanzable de la alteración, permanece en el puesto cuatro, seis u ocho años, largándose al vislumbrar el inminente hundimiento. Conozco algún supuesto.
 
¿La rebelión es la respuesta? Democrática y pacífica, si es compatible, claro. Después, si hay palos de por medio o si aparece un loco encumbrado por una votación legítima fruto de la consternación, en una plutocracia como la nuestra, lo pagaremos los de siempre. Sin duda, no es rebelión asaltar un supermercado hasta hacer llorar a la cajera de terror e impotencia. Esto es una infamia. Una desvergüenza propia de cobardes chuloputas. Aquí hay un ánimo de propaganda, de llamar la atención. Lo cual no desmerece su eficacia, consiguiendo el objetivo.
 
Los partidos políticos deben, primero, refundarse, pues se han acomodado a un perfil bellacamente estático. Segundo, cambiar sus componentes, pues no pretenderán que confiemos en quienes nos han metido en el lío. Tercero, reformar el sistema de gobierno —no confundir con la forma de gobierno— y la estructura financiera, pues constituyen un marco obsoleto ante la evolución social.
 
Por mi parte, hasta que estos tres puntos no se hagan efectivos, no tendrán ni mi aprecio ni mi apoyo. No habrá ni piedad ni perdón. Para ninguno de ellos. Jamás.
 
lucenadigital.com, 1 de diciembre de 2012.

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