domingo, 27 de abril de 2014

"El guardián entre el centeno" (reflexión literaria)


El lector ilustrado que se aproxime por primera vez, el ánimo rebosante de honradez, a la obra más conocida y reconocida de JD Salinger, El guardián entre el centeno, se llevará una sorpresa. Que ésta sea grata o ingrata va a depender de cómo se lo tome cada uno. En todo caso, su lectura no será, ni mucho menos, la esperada. Desde las primeras líneas. Quien presuma una narración densa, una prosa cuidada y una sintaxis compleja; quien no vea llegado el momento de recrearse en la excelencia literaria, en empaparse de las virtudes del arte, en asistir a una clase magistral que siente cátedra, posiblemente quede decepcionado.
 
En El guardián entre el centeno, ambientada en la Norteamérica de mediados del pasado siglo, Holden Caulfield, un adolescente de buena familia, nos cuenta en primera persona sus vivencias durante los días previos a la Navidad. Y lo hace con un leguaje llano, simple; un vocabulario escaso, muy limitado; y una estructura espontánea, casi improvisada. De ahí que la novela esté plagada de reiteraciones, vulgarismos, expresiones comunes y coletillas. Los personajes carecen de profundidad, el autor no ahonda en el interior, en sus almas. Le basta con recorrer la superficie, dejar pinceladas, en ocasiones explícitas, en ocasiones implícitas. Unos sobrentendidos, por aquello de la narración en primera persona, que no son más que un reflejo de los propios márgenes en torno a los cuales interactúa el protagonista. Caulfield es un adolescente de intelectualidad moderada, por la edad y por su propia desmotivación ante el estudio, circunscrita a su percepción de la realidad, y a los medios que dispone para procesarla. Incapaz de verbalizar modos, circunstancias, sensaciones o sentimientos respecto de los cuales carece no de argumentos, sino de instrumentos para exponerlos y desarrollarlos con la necesaria claridad. Sin embargo, con una suerte de compensación literaria, Caulfield concederá al lector un relato honesto, sin ambages, sobre la rebeldía adolescente, la sexualidad, la tradicionalidad familiar, el rechazo a las costumbres, el fracaso académico, la animadversión hacia todos y hacia todo, y contrarrestada con una asombrosa y notable preocupación y protección hacia los niños. Lo logra con una perfecta sucesión de historias, de acontecimientos y de personajes con los que se cruza el protagonista.
 
Y, precisamente, aquí radica su éxito. En esta crónica directa, sin tamizar; aquella que despertó la admiración y la ira, en iguales partes, de la sociedad estadounidense de la época. En el realismo sencillo, alejado del idealismo edulcorado y empalagoso que siempre se pretendió —y pretende— vender. Una crudeza que te golpea con cada palabra, a medida que la lectura avanza. Sin voluntad de ofrecer moralejas o conclusiones metafísicas, sin intención de alimentar coeficientes; tan sólo dotada de la pretensión de contar una historia, hacerlo de forma amena, pero abiertamente, sin censura, continencia o pudor.
 
El guardián entre el centeno es obligada lectura para los compatriotas del autor. Sea de la misma manera para el resto de los mortales. Al menos, sea recomendable. Porque así el lector podrá comprobar cómo la anomalía también puede ser digna del mayor de los elogios. Cómo se encuentra belleza en la irregularidad.

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