El lector ilustrado que se aproxime por
primera vez, el ánimo rebosante de honradez, a la obra más conocida y
reconocida de JD Salinger, El guardián
entre el centeno, se llevará una sorpresa. Que ésta sea grata o ingrata va a
depender de cómo se lo tome cada uno. En todo caso, su lectura no será, ni
mucho menos, la esperada. Desde las primeras líneas. Quien presuma una
narración densa, una prosa cuidada y una sintaxis compleja; quien no vea
llegado el momento de recrearse en la excelencia literaria, en empaparse de las
virtudes del arte, en asistir a una clase magistral que siente cátedra,
posiblemente quede decepcionado.
En
El guardián entre el centeno,
ambientada en la Norteamérica de mediados del pasado siglo, Holden Caulfield,
un adolescente de buena familia, nos cuenta en primera persona sus vivencias
durante los días previos a la Navidad. Y lo hace con un leguaje llano, simple;
un vocabulario escaso, muy limitado; y una estructura espontánea, casi
improvisada. De ahí que la novela esté plagada de reiteraciones, vulgarismos,
expresiones comunes y coletillas. Los personajes carecen de profundidad, el
autor no ahonda en el interior, en sus almas. Le basta con recorrer la
superficie, dejar pinceladas, en ocasiones explícitas, en ocasiones implícitas.
Unos sobrentendidos, por aquello de la narración en primera persona, que no son
más que un reflejo de los propios márgenes en torno a los cuales interactúa el
protagonista. Caulfield es un adolescente de intelectualidad moderada, por la
edad y por su propia desmotivación ante el estudio, circunscrita a su
percepción de la realidad, y a los medios que dispone para procesarla. Incapaz
de verbalizar modos, circunstancias, sensaciones o sentimientos respecto de los
cuales carece no de argumentos, sino de instrumentos para exponerlos y
desarrollarlos con la necesaria claridad. Sin embargo, con una suerte de
compensación literaria, Caulfield concederá al lector un relato honesto, sin
ambages, sobre la rebeldía adolescente, la sexualidad, la tradicionalidad
familiar, el rechazo a las costumbres, el fracaso académico, la animadversión
hacia todos y hacia todo, y contrarrestada con una asombrosa y notable
preocupación y protección hacia los niños. Lo logra con una perfecta sucesión
de historias, de acontecimientos y de personajes con los que se cruza el
protagonista.
Y,
precisamente, aquí radica su éxito. En esta crónica directa, sin tamizar;
aquella que despertó la admiración y la ira, en iguales partes, de la sociedad
estadounidense de la época. En el realismo sencillo, alejado del idealismo
edulcorado y empalagoso que siempre se pretendió —y pretende— vender. Una
crudeza que te golpea con cada palabra, a medida que la lectura avanza. Sin
voluntad de ofrecer moralejas o conclusiones metafísicas, sin intención de
alimentar coeficientes; tan sólo dotada de la pretensión de contar una
historia, hacerlo de forma amena, pero abiertamente, sin censura, continencia o
pudor.
El guardián entre el centeno es obligada
lectura para los compatriotas del autor. Sea de la misma manera para el resto
de los mortales. Al menos, sea recomendable. Porque así el lector podrá
comprobar cómo la anomalía también puede ser digna del mayor de los elogios.
Cómo se encuentra belleza en la irregularidad.
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