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Tienes
en tus manos un pequeño libro al que, si fueras un español de principios de
1808, despreciarías con toda la fuerza de tu patriótica alma; aún hoy el simple
roce con los dedos te provoca una mezcla de sensaciones, todas ellas
desagradables. Algo entre el odio, la vergüenza, la displicente humillación, el
orgullo herido, el honor mancillado, la bellaca traición y la venganza
sangrienta. Del libro tienes algunos datos, a saber: redactado en Bayona —Francia—,
sancionado por el Rey el 6 de julio de 1808, promulgado el 8 y publicado en la Gaceta de Madrid en dos ocasiones —una
entre los días 27 y 30 de julio y otra el 29 de marzo de 1809—. Su título
aparece perspicuo en su portada: Constitución.
Pero, no obstante la rotundidad del vocablo, te basta con leer su Preámbulo
para comprender que más que constitución es una carta otorgada1 (lo de «pacto
que une» etcétera, no deja lugar a dudas); así que, con acertado juicio,
decides que mejor es el término estatuto,
y a los villanos gabachos que les vayan dan…
1. Preámbulo: «En el nombre de Dios Todopoderoso, D. Josef Napoleón, por la gracia de Dios, Rey de las Españas y de las Indias: Habiendo oído a la Junta Nacional congregada en Bayona, de orden de nuestro muy caro y muy amado hermano Napoleón, Emperador de los Franceses y Rey de Italia, protector de la Confederación del Rhin,…
El
Estatuto de Bayona, que careció de un procedimiento específico para su reforma,
se compuso de 146 artículos distribuidos en trece títulos rotulados, por orden:
de la Religión (art. 1), de la sucesión de la Corona (arts. 2-7), de la
Regencia (arts. 8-20), de la dotación de la Corona (arts. 21-24), de los
oficios de la Casa Real (arts. 25-26), del Ministerio (arts. 27-31), del Senado
(arts. 32-51), del Consejo de Estado (arts. 52-60), de las Cortes (arts.
61-86), de los Reinos y provincias españolas de América y Asia (arts. 87-95),
del Orden Judicial (arts. 96-114), de la Administración de Hacienda (arts.
115-123) y Disposiciones Generales (arts. 124-146).
Dispuso la confesionalidad católica
del Estado «y no se permitirá ninguna otra», una monarquía hereditaria en la
que el monarca era el centro del poder político, si bien estaba obligado a
contar con la voluntad de las instituciones más representativas, quedando la
sucesión para los miembros de la familia de Napoleón. Nueve ministerios
completaban el ejecutivo2 y, refrendando
todos los decretos, un Secretario de Estado con la calidad de ministro.
El Senado, compuesto por los infantes
de España que tuvieran dieciocho años cumplidos y veinticuatro «individuos»
(sic) de al menos cuarenta años nombrados de por vida por el rey entre los
ministros, capitanes generales del Ejército y Armada, embajadores, consejeros
de Estado y del Consejo Real; velaba por los derechos y libertades y por las
garantías de las operaciones electorales. El Consejo de Estado, presidido por
el rey y compuesto por un número entre treinta y sesenta «individuos» (sic),
preparaba proyectos normativos y tenía un voto consultivo no vinculante. Las
Cortes, de ciento setenta y dos miembros de los tres estamentos, tenían
funciones legislativas, presupuestarias y de control debiendo reunirse al menos
una vez cada tres años. Por último, en lo que respecta a la Administración de
Justicia, reconocía los principios de inamovilidad e independencia funcional, otorgaba
al rey la facultad de nombrar a todos los jueces y creaba la Alta Corte Real
como órgano encargado de enjuiciar los delitos personales cometidos por
miembros de la Corona y el Estado.
En sus Disposiciones Generales
recogió una serie de derechos y libertades que supusieron una novedad
socio-política en una España tradicionalmente absolutista. Entre ellos:
libertad y seguridad personal, inviolabilidad del domicilio, supresión de las
aduanas interiores, abolición del tormento, derechos del detenido y preso,
igualdad jurídica, supresión de los privilegios, reducción de los mayorazgos,
promesa de libertad de imprenta «dos años después de haberse ejecutado
enteramente esta Constitución», libertad de movimientos, unidad de códigos,
derecho de todos a acceder a los cargos y revisión de los fueros de Navarra,
Vizcaya, Guipúzcoa y Álava.
El Estatuto tuvo la intención de
alcanzar un equilibrio, una conciliación, entre las instituciones y los
principios tradicionales y las nuevas corrientes liberales; empero no contentó
a nadie: por un lado, los conservadores eran rehaceos a las nuevas corrientes
y, por otro, los liberales atribuían al Estatuto un carácter continuista. La
doctrina no es pacífica a la hora de decidir si realmente el Estatuto se aplicó
en España; en todo caso, si llegó a aplicarse, es seguro que debió ser únicamente
en la zona ocupada y sólo, claro está, durante el tiempo que se mantuvo la
ocupación.
NOTAS
1. Preámbulo: «En el nombre de Dios Todopoderoso, D. Josef Napoleón, por la gracia de Dios, Rey de las Españas y de las Indias: Habiendo oído a la Junta Nacional congregada en Bayona, de orden de nuestro muy caro y muy amado hermano Napoleón, Emperador de los Franceses y Rey de Italia, protector de la Confederación del Rhin,…
Hemos decretado y decretamos la
presente Constitución, para que se guarde como ley fundamental de nuestros
Estados y como base del pacto que une a nuestros pueblos con Nos, y a Nos con nuestros
pueblos.»
2. «Artículo 27.
Habrá nueve ministerios, a saber: Un Ministerio de Justicia. Otro de Negocios
Eclesiásticos. Otro de Negocios Extranjeros. Otro del Interior. Otro de
Hacienda. Otro de Guerra. Otro de Marina. Otro de Indias. Otro de Policía
General.»
BIBLIOGRAFÍA
-
Gacto Fernández, E.; Alejandre García, J.A.; García Marín, J.M., Manual Básico de Historia del Derecho (temas
y antología de textos), Madrid, 1997.
-
Rascón Ortega, J.L.; Salazar Benítez, O.; Agudo Zamora, M., Lecciones de Teoría General y de Derecho
Constitucional, Ediciones Laberinto, Madrid, 2002.
- www.uned.es/dpto-derecho-politico/c08.pdf; Departamento de Derecho Político (U.N.E.D.), Estatuto de Bayona de 1808.
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