sábado, 12 de abril de 2014

"Semanasantería", credos y utopías (viejo artículo)


¿Empezaría con diplomacia?... No sería posible. Ni conveniente.
 
Considerando inconstitucional el término «Mariana» del escudo de Lucena, asisto a su Semana Santa como si de un espectáculo folclórico se tratara. En alguna ocasión he escuchado la expresión «evento antropológico» para referirse a ella. A mí, particularmente, qué quiere que le diga, me vale cualquiera con la sola condición de su lejanía a una semántica religiosa. Y no es cuestión de creer o no creer —después de más de treinta años uno está inmunizado a todo; o casi—. Entiendo al ser humano como una especie espiritual. Necesita creer en algo, tanto da Dios, el buscón don Pablos o Scarlett Johansson —no es mala opción esta última—. Lo importante es tener un apoyo, una luz mostrando el camino o una razón para levantarse diariamente bien dispuesto a soportar la bazofia reservada por la vida y sutilmente aderezada por dulces momentos, ayudando a pasarla mejor por el gaznate.

La cuestión, retomando el hilo, es que cada primavera, y por mucho interés turístico que pueda tener, la ciudad ofrece su original representación religiosa plagada de imágenes que parecen descubiertas al salir a las calles, para ser de nuevo olvidadas al retornar a su recinto; portadores erectos, arrogantes, chulos de medio paso, destilando porcentajes de alcohol por gota de sudor; tambores que distorsionan los acordes de las bandas; público infiel, traidor e irrespetuoso que ríe, grita, murmura, saluda chabacanamente y se cruza por entre hermanos cofrades, mantillas, bandas, tambores y las piernas de la cantonera que los parió; y, por último, gobernantes de una ciudad que deben ser (gobernantes y ciudad) católicos y marianos por cojones, cómplices de una Iglesia que tanto daño ha hecho a España —y que sigue haciéndolo a través de su injerencia pueril y desvergonzada en asuntos al margen de sus competencias—, inductores de la misma, haciendo imposible la entrada en vigor del artículo 16.3, inciso primero, de la Constitución.
 
Basta, en este orden, con ser testigos del Viernes Santo lucentino y su cortejo de autoridades de todos los poderes. Un día bochornosamente clausurado con el humillante acto de dación de pésame por parte de la corporación municipal a la junta de gobierno correspondiente. Acto celebrado no en un punto cualquiera, elegido al azar, de la calle San Pedro, sino ante las puertas del palacio de los condes de Santa Ana, tradicional sede del Poder Judicial en la ciudad. Y todo lo cual no es más que un adelanto, un ensayo público para las fiestas patronales continuadoras de este hipócrita y mezquino fausto folclórico, cuya creencia es ley de obligado cumplimiento, so pena del ostracismo y la descalificación.
 
¿Obviaría yo el sainete de las procesiones infantiles?... Mantendré la simple mención.
 
Cada año, llegadas estas fechas, me pregunto cuándo será el fin de la intervención, cuándo la real separación entre Iglesia y Estado dejará de interpretarse en clave de conflicto, cuándo se dará al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Seguramente, conociendo la Historia y el camino marcado, planteo una utopía.
 
Pero no es mi intención inclinar la balanza solo a un lado. Ciertamente, pueblo y clero se han utilizado, escudándose con broquel recíproco, en nombre de un credo simulado. Un credo empleado para disimular ambición, envidia y avaricia; corrupción, dominio y elitismo; para propagar unos principios, ya difundidos por algunos filósofos griegos de la antigüedad, ajustándolos a las necesidades del momento, a una verdad interesada y egoísta. Un estado tolerado mutuamente. Aceptado y aplaudido a lo largo de dos milenios. Manipulado al antojo de curia y señores, autoridades de ambos bandos con la delicadeza de una rapaz, la astucia de un zorro y la cooperación de una ciudadanía ignorante por imposición o desidia, despreocupada de la nula autonomía en los ámbitos gubernativo y religioso —ni maldita la falta—, manejada gracias a su desinterés.
 
Al final de una legislatura siempre espero al edil que tenga las agallas de plantar cara a tanta ruindad. «Estos no son asuntos de Estado, señoras y señores. Los gobernantes garantizaremos el legítimo desarrollo de una manifestación religiosa, por supuesto; pero no intervendremos como institución ni en representación de poder alguno; aunque cada individuo, en función de sus propias creencias, con independencia de su cargo, podrá participar en los actos religiosos sin ostentar más dignidad que la de su persona, y no es poco». Utópico edil, quien daría un golpe sobre la mesa, en lugar de cogérsela, cuatrienio tras cuatrienio, con papel de fumar.
 
lucenadigital.com, 5 de abril de 2011.

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