Escenario histórico
Te
encuentras al sur de Francia, en el pueblo de Bayona. Rápidamente recorres sus
calles sin preocuparte de lo que por ellas acontece, hechos cotidianos quizá
importantes para sus protagonistas pero sin duda indiferentes para la Historia.
Porque los sucesos que recordará la Historia se dan en un lujoso edificio del
lugar. Edificio reconocido como palacio imperial o castillo viejo y hacia allí
te diriges.
La
actividad en palacio es frenética. Las primeras personas con las que te cruzas
son, indudablemente, lacayos y sus ricas vestiduras te demuestran que
personajes principales son los que moran la casa estos días. Grandes y nobles
pululan por los alrededores junto con dotaciones de Guardias Españolas y de
Guardia Imperial. Con sigilo te aproximas a uno de los ventanales de palacio
procurando que tu presencia pase inadvertida y miras a través de los relucientes
cristales. Ante tus ojos varias personas se hayan reunidas en un rico salón. A
dos de ellas las conoces, no personalmente, claro, sino porque has podido
contemplar sus figuras cientos de veces retratadas en lienzos y acuñadas en el
metal de las monedas. Una de estas personas es mayor, prácticamente un anciano,
y está sentado en actitud reflexiva ante un documento que acaban de
presentarle; la otra es un hombre de mediana edad que permanece de pie, su pose
es imperial —la de aquellos que están acostumbrados a mandar y ser obedecidos,
esto es, la de aquellos que tienen la gloria y el poder y los mantienen a base
de fuertes e históricas victorias— y observa con altanero desdén y pasmosa
serenidad la reacción del anciano mientras una media sonrisa comienza a
dibujarse en sus labios.
Es
el día 2 de mayo de 1808, un día que pasará a la Historia, y si tuvieses el don
de la ubicuidad ahora iniciarías una pugna interna para decidir cuáles son los
acontecimientos más destacables en este día: los que se suceden en Bayona o los
que se están produciendo en Madrid.
Carlos
de Borbón, sintiendo la ínclita mirada imperial en su cogote, examina de hito
en hito el documento que acaban de colocar ante sus reales narices, y duda. No
duda entre firmarlo o no firmarlo. No. El acuerdo al que ha llegado con el que
él mismo llamaba hermano es mejor de lo que podía esperar, dadas las
circunstancias. A fe que treinta millones de reales al año no son moco de pavo1. Su duda está
en si verdaderamente son reales su narices, es decir, su duda está en con qué
nombre ha de firmar.
Y
es que todo se ha precipitado sobremanera, no esperaba ya, a sus 59 años,
terminar sus días en el exilio. No lo vio venir, piensa el anciano soberano, o
es que tal vez no quiso verlo. Siempre confió en el buen criterio de Manolo, y
cuando éste, apenas seis meses antes, le aseguró que el compromiso alcanzado en
Fontainebleau era lo mejor para las Españas no lo pensó dos veces antes de
ratificarlo2. Pero es que su
hijo siempre fue ambicioso. Era éste un hecho que le había quedado demostrado
la misma noche del acuerdo en Fontainebleau, cuando ordenó registrar los
aposentos del príncipe en El Escorial donde encontró documentos conspirativos
contra Godoy que tenían como último fin su propia abdicación. En un vano
intento por evitar el escándalo, permitió que su hijo quedase absuelto, mas
sólo era cuestión de tiempo. Y, vive Dios, que no fue demasiado, porque el 19
de marzo, tras los sucesos de Aranjuez, no le quedó otra que abdicar a favor de
su hijo. Cierto es que el duque de Berg3 tenía más razón
que un santo, pues la coaccionada renuncia hacía nula la abdicación
permitiéndole reclamar sus derechos monárquicos. Esperaba que el arbitrio del
emperador Napoleón pusiera fin al conflicto quedando todo resuelto a su favor,
por eso, cuando amablemente lo citó en Bayona —la presencia de su hijo allí
desde el 20 de abril le parecía más una añagaza que una invitación—, creyó que
esto era hecho. Empero, desde que se instaló en el palacio el día 30 de abril,
Napoleón le dejó muy claras cuáles eran sus intenciones, a saber: sustituir a
los Borbones en el trono de España. Ahora comprendía por qué llamaban al
gabacho le petit cabrón. En verdad lo
era. En cualquier caso, el susodicho había conseguido que el traidor de su hijo
le restituyera la Corona el día anterior, luego, volvía a ser rey de España,
volvía a ser Carlos IV —nunca dejó de serlo aunque ahora era oficial—. Si esto
está claro el viejo monarca se pregunta qué es lo que lo retiene, por qué no
procede a firmar el documento de abdicación como acaba de hacerlo en una carta
donde proclama lo dicho: que siempre ha sido y sigue siendo el legítimo rey de
España. La apodíctica respuesta golpea la mente del soberano con tal violencia
que está a punto de desmallarse. ¿Qué clase de rey renuncia a los derechos que
Dios y la Historia le han concedido y abandona a sus súbditos a merced de un
extranjero hijo de corso sin tan siquiera hacerle frente? Sólo un rey
desesperado, débil, inútil y cobarde puede cometer tamaña iniquidad. Pero
también un rey estultamente orgulloso que prefiere poner el destino de su Corona
y de su Pueblo en manos de un extraño antes que en las del hijo que lo ha
traicionado. Así pues, leyendo por enésima vez el párrafo que declara «Artículo
1º. El rey Carlos […] ha resuelto ceder como cede por el presente a S.M. el
emperador Napoleón todos sus derechos al trono de España e Indias», coge la
pluma, se inclina sobre el tratado, que Dios me perdone y ampare a mi Pueblo,
se dice, y lo firma. Como Carlos, Rey de España. Es ya lo único que le queda:
el nombre.
NOTAS
1. El acuerdo con
Napoleón contemplaba una renta vitalicia de 30.000.000 de reales al año, asilo
para el propio don Carlos, su esposa y Manuel Godoy, el palacio de Copiègne y
el sitio de Chambord.
2. Tratado de 27
de octubre de 1807 por el que se permitía el paso de las tropas francesas por
España con el objeto de invadir Portugal.
3. Joaquín Murat,
cuñado y lugarteniente de Napoleón, mariscal de Francia, y rey de Nápoles entre
1808 y 1815.
BIBLIOGRAFÍA
-
Paredes, Javier (Dir.), Historia
contemporánea de España. S. XIX-XX, Ed. Ariel,
Barcelona, 2004.
-
Menéndez Pidal, R.; Jover Zamora, J.M. (Dir.), Historia de España, vol. XXXII, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1999.
- Pérez Galdós, Benito, Episodios Nacionales, Primera Serie, editado por Círculo de
Lectores, 2007.
Espacio Habitado, núm. 1, Invierno de 2011.
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