sábado, 5 de abril de 2014

El Estatuto de Bayona de 1808. Parte I (ensayo)

Escenario histórico

Te encuentras al sur de Francia, en el pueblo de Bayona. Rápidamente recorres sus calles sin preocuparte de lo que por ellas acontece, hechos cotidianos quizá importantes para sus protagonistas pero sin duda indiferentes para la Historia. Porque los sucesos que recordará la Historia se dan en un lujoso edificio del lugar. Edificio reconocido como palacio imperial o castillo viejo y hacia allí te diriges.
 
La actividad en palacio es frenética. Las primeras personas con las que te cruzas son, indudablemente, lacayos y sus ricas vestiduras te demuestran que personajes principales son los que moran la casa estos días. Grandes y nobles pululan por los alrededores junto con dotaciones de Guardias Españolas y de Guardia Imperial. Con sigilo te aproximas a uno de los ventanales de palacio procurando que tu presencia pase inadvertida y miras a través de los relucientes cristales. Ante tus ojos varias personas se hayan reunidas en un rico salón. A dos de ellas las conoces, no personalmente, claro, sino porque has podido contemplar sus figuras cientos de veces retratadas en lienzos y acuñadas en el metal de las monedas. Una de estas personas es mayor, prácticamente un anciano, y está sentado en actitud reflexiva ante un documento que acaban de presentarle; la otra es un hombre de mediana edad que permanece de pie, su pose es imperial —la de aquellos que están acostumbrados a mandar y ser obedecidos, esto es, la de aquellos que tienen la gloria y el poder y los mantienen a base de fuertes e históricas victorias— y observa con altanero desdén y pasmosa serenidad la reacción del anciano mientras una media sonrisa comienza a dibujarse en sus labios.
 
Es el día 2 de mayo de 1808, un día que pasará a la Historia, y si tuvieses el don de la ubicuidad ahora iniciarías una pugna interna para decidir cuáles son los acontecimientos más destacables en este día: los que se suceden en Bayona o los que se están produciendo en Madrid.
 
Carlos de Borbón, sintiendo la ínclita mirada imperial en su cogote, examina de hito en hito el documento que acaban de colocar ante sus reales narices, y duda. No duda entre firmarlo o no firmarlo. No. El acuerdo al que ha llegado con el que él mismo llamaba hermano es mejor de lo que podía esperar, dadas las circunstancias. A fe que treinta millones de reales al año no son moco de pavo1. Su duda está en si verdaderamente son reales su narices, es decir, su duda está en con qué nombre ha de firmar.
 
Y es que todo se ha precipitado sobremanera, no esperaba ya, a sus 59 años, terminar sus días en el exilio. No lo vio venir, piensa el anciano soberano, o es que tal vez no quiso verlo. Siempre confió en el buen criterio de Manolo, y cuando éste, apenas seis meses antes, le aseguró que el compromiso alcanzado en Fontainebleau era lo mejor para las Españas no lo pensó dos veces antes de ratificarlo2. Pero es que su hijo siempre fue ambicioso. Era éste un hecho que le había quedado demostrado la misma noche del acuerdo en Fontainebleau, cuando ordenó registrar los aposentos del príncipe en El Escorial donde encontró documentos conspirativos contra Godoy que tenían como último fin su propia abdicación. En un vano intento por evitar el escándalo, permitió que su hijo quedase absuelto, mas sólo era cuestión de tiempo. Y, vive Dios, que no fue demasiado, porque el 19 de marzo, tras los sucesos de Aranjuez, no le quedó otra que abdicar a favor de su hijo. Cierto es que el duque de Berg3 tenía más razón que un santo, pues la coaccionada renuncia hacía nula la abdicación permitiéndole reclamar sus derechos monárquicos. Esperaba que el arbitrio del emperador Napoleón pusiera fin al conflicto quedando todo resuelto a su favor, por eso, cuando amablemente lo citó en Bayona —la presencia de su hijo allí desde el 20 de abril le parecía más una añagaza que una invitación—, creyó que esto era hecho. Empero, desde que se instaló en el palacio el día 30 de abril, Napoleón le dejó muy claras cuáles eran sus intenciones, a saber: sustituir a los Borbones en el trono de España. Ahora comprendía por qué llamaban al gabacho le petit cabrón. En verdad lo era. En cualquier caso, el susodicho había conseguido que el traidor de su hijo le restituyera la Corona el día anterior, luego, volvía a ser rey de España, volvía a ser Carlos IV —nunca dejó de serlo aunque ahora era oficial—. Si esto está claro el viejo monarca se pregunta qué es lo que lo retiene, por qué no procede a firmar el documento de abdicación como acaba de hacerlo en una carta donde proclama lo dicho: que siempre ha sido y sigue siendo el legítimo rey de España. La apodíctica respuesta golpea la mente del soberano con tal violencia que está a punto de desmallarse. ¿Qué clase de rey renuncia a los derechos que Dios y la Historia le han concedido y abandona a sus súbditos a merced de un extranjero hijo de corso sin tan siquiera hacerle frente? Sólo un rey desesperado, débil, inútil y cobarde puede cometer tamaña iniquidad. Pero también un rey estultamente orgulloso que prefiere poner el destino de su Corona y de su Pueblo en manos de un extraño antes que en las del hijo que lo ha traicionado. Así pues, leyendo por enésima vez el párrafo que declara «Artículo 1º. El rey Carlos […] ha resuelto ceder como cede por el presente a S.M. el emperador Napoleón todos sus derechos al trono de España e Indias», coge la pluma, se inclina sobre el tratado, que Dios me perdone y ampare a mi Pueblo, se dice, y lo firma. Como Carlos, Rey de España. Es ya lo único que le queda: el nombre.

 

 

NOTAS
 
1. El acuerdo con Napoleón contemplaba una renta vitalicia de 30.000.000 de reales al año, asilo para el propio don Carlos, su esposa y Manuel Godoy, el palacio de Copiègne y el sitio de Chambord.
2. Tratado de 27 de octubre de 1807 por el que se permitía el paso de las tropas francesas por España con el objeto de invadir Portugal.
3. Joaquín Murat, cuñado y lugarteniente de Napoleón, mariscal de Francia, y rey de Nápoles entre 1808 y 1815.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

- Paredes, Javier (Dir.), Historia contemporánea de España. S. XIX-XX, Ed. Ariel, Barcelona, 2004.
- Menéndez Pidal, R.; Jover Zamora, J.M. (Dir.), Historia de España, vol. XXXII, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1999.
- Pérez Galdós, Benito, Episodios Nacionales, Primera Serie, editado por Círculo de Lectores, 2007.
 
Espacio Habitado, núm. 1, Invierno de 2011.

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