Cuando en 1988, con apenas treinta y dos años,
Giuseppe Tornatore estrenó Cinema
Paradiso, ganando, entre otros, Globo de Oro y Oscar, pareció que ya no
necesitaba demostrar nada más. De hecho, sus posteriores trabajos fueron
acogidos por crítica y público con desigual interés, pese a seguir cosechando
reconocimientos y premios nacionales e internacionales. Lo que ocurre es que,
cuando alguien alcanza la maestría a una tierna edad, pues se ha nacido genio,
no es posible continuar agigantando las capacidades, porque por encima del
maestro ya no hay nada. Sólo es posible aspirar a la dignidad, a que la obra no
quede tan infinitamente alejada de la referencia que resulte ridícula, impropia
de las virtudes dotadas.
En
alguna ocasión, he afirmado que una buena película no es únicamente director,
actor y guión, que también, sino todo lo demás. Una buena película es un
conjunto de elementos en armonía, piezas que funcionan al unísono, diluyendo su
simplicidad. Y no es fácil. Buenas películas las hay cada año, aunque no todas
adquieren la condición de clásicos. Obras magistrales que nos sorprenden con
cada visionado, de las cuales siempre descubrimos una novedad, que nunca nos
cansamos de ver. Obras que nunca pasan de moda. Cinema Paradiso es uno de estos clásicos, una obra para la
eternidad. Y esto es muy difícil de repetir. Sería una locura esperar que con
cada trabajo se consiguiera el mismo resultado. Pese a que no sea nada malo
proponerlo como objetivo.
Diez
años después, en 1998, el director italiano estrena una película que camina
hacia Hollywood: La leyenda del pianista
en el océano. Navega, más bien. Porque, siendo un bello cuento, cargado de
metáforas, no deja de contener la referencia a ese salto al cine norteamericano
—el intento, al menos—, con los viajes que, cruzando el Atlántico, se
realizaban entre Europa y América a principios del siglo XX.
Danny
Boodmann TD Lemon Novecento nace en un trasatlántico donde es encontrado y
adoptado por un maquinista. Pronto descubre su atracción hacia la música y sus
dotes pianísticas. Su aprendizaje es básico, y su virtuosismo musical, innato.
La imaginación lo inspira, conduce sus dedos sobre las teclas, componiendo e
interpretando las más hermosas melodías conocidas hasta el momento. El barco es
su mundo, y no se atreve a alejarse de él. Su amigo Max, trompetista, narrador
de la historia, trata de tentarlo, pero no se deja arrastrar a tierra. Tan sólo
una vez lo intenta; no obstante, una suerte de agorafobia, o confortable conservadurismo,
lo retiene en el último impulso. Como todo cuento que se precie, hay un
enemigo, a quien se enfrenta en un brillante duelo a piano, rodado con
desenvoltura, dentro de un círculo de público embelesado con el sorprendente
espectáculo. También una princesa, que inspira a nuestro protagonista la mejor
pieza de su creación. No faltan livianos toques de surrealismo, ni un final de
acuerdo con unos principios de vida.
Tornatore
nos ha legado otra obra clásica. Lo es por la destreza en la dirección, por la
acertada elección del actor protagonista, por la generosidad del desarrollo
narrativo, por la compensada fotografía y, cómo no, por la soberbia banda
sonora de Ennio Morricone, otro maestro. Y Giuseppe Tornatore funde cada una de
estas individualidades en un todo superior.
No hay comentarios:
Publicar un comentario