lunes, 26 de mayo de 2014

Tornatore, un pianista y el océano (reflexión cinematográfica)

Cuando en 1988, con apenas treinta y dos años, Giuseppe Tornatore estrenó Cinema Paradiso, ganando, entre otros, Globo de Oro y Oscar, pareció que ya no necesitaba demostrar nada más. De hecho, sus posteriores trabajos fueron acogidos por crítica y público con desigual interés, pese a seguir cosechando reconocimientos y premios nacionales e internacionales. Lo que ocurre es que, cuando alguien alcanza la maestría a una tierna edad, pues se ha nacido genio, no es posible continuar agigantando las capacidades, porque por encima del maestro ya no hay nada. Sólo es posible aspirar a la dignidad, a que la obra no quede tan infinitamente alejada de la referencia que resulte ridícula, impropia de las virtudes dotadas.
 
En alguna ocasión, he afirmado que una buena película no es únicamente director, actor y guión, que también, sino todo lo demás. Una buena película es un conjunto de elementos en armonía, piezas que funcionan al unísono, diluyendo su simplicidad. Y no es fácil. Buenas películas las hay cada año, aunque no todas adquieren la condición de clásicos. Obras magistrales que nos sorprenden con cada visionado, de las cuales siempre descubrimos una novedad, que nunca nos cansamos de ver. Obras que nunca pasan de moda. Cinema Paradiso es uno de estos clásicos, una obra para la eternidad. Y esto es muy difícil de repetir. Sería una locura esperar que con cada trabajo se consiguiera el mismo resultado. Pese a que no sea nada malo proponerlo como objetivo.
 
Diez años después, en 1998, el director italiano estrena una película que camina hacia Hollywood: La leyenda del pianista en el océano. Navega, más bien. Porque, siendo un bello cuento, cargado de metáforas, no deja de contener la referencia a ese salto al cine norteamericano —el intento, al menos—, con los viajes que, cruzando el Atlántico, se realizaban entre Europa y América a principios del siglo XX.
 
Danny Boodmann TD Lemon Novecento nace en un trasatlántico donde es encontrado y adoptado por un maquinista. Pronto descubre su atracción hacia la música y sus dotes pianísticas. Su aprendizaje es básico, y su virtuosismo musical, innato. La imaginación lo inspira, conduce sus dedos sobre las teclas, componiendo e interpretando las más hermosas melodías conocidas hasta el momento. El barco es su mundo, y no se atreve a alejarse de él. Su amigo Max, trompetista, narrador de la historia, trata de tentarlo, pero no se deja arrastrar a tierra. Tan sólo una vez lo intenta; no obstante, una suerte de agorafobia, o confortable conservadurismo, lo retiene en el último impulso. Como todo cuento que se precie, hay un enemigo, a quien se enfrenta en un brillante duelo a piano, rodado con desenvoltura, dentro de un círculo de público embelesado con el sorprendente espectáculo. También una princesa, que inspira a nuestro protagonista la mejor pieza de su creación. No faltan livianos toques de surrealismo, ni un final de acuerdo con unos principios de vida.
 
Tornatore nos ha legado otra obra clásica. Lo es por la destreza en la dirección, por la acertada elección del actor protagonista, por la generosidad del desarrollo narrativo, por la compensada fotografía y, cómo no, por la soberbia banda sonora de Ennio Morricone, otro maestro. Y Giuseppe Tornatore funde cada una de estas individualidades en un todo superior.

No hay comentarios:

Publicar un comentario