Primer
domingo de noviembre. Hace un año. Ronda la una de la tarde. Estoy tirado en el
sillón de mi casa, viendo un partido de la NBA que grabé la madrugada del
sábado. Pau le endosa un tapón a uno de Toronto. Ring, ring. Llaman al teléfono.
Ring, ring. Al fijo, no al móvil. Hay que joderse, pero un domingo a esas horas
sólo puede ser un familiar o un amigo. De este modo, congelo la imagen, me
incorporo y me acerco al aparato. Ring, ring. Consulto el número de la llamada
entrante. Prefijo de Barcelona. Cataluña. España, todavía. Conste que nunca
descuelgo ante llamadas de fuera de la provincia, porque en el noventa y nueve
coma noventa y nueve por ciento de los casos es para venderme algo, invitarme a
cambiar de compañía u ofrecerme un seguro de vida. Para dar por culo, vamos.
Sin embargo, estos llaman los días entre semana, a la hora de la siesta o de la
cena, cuando más fastidia, predisponiéndonos a interrumpir la conversación sin
respetar las mínimas normas de cortesía que rigen las buenas costumbres en una
sociedad civilizada. Por descarte, sólo resta un error. Por tanto, dispuesto a
corregir al llamante, descuelgo el teléfono. «¿Dígame?», pregunto. Al otro lado
me responde una voz suave, de mujer. «Buenas tardes. Mi nombre es Maribel», me
dice, aunque bien podía llamarse Antonia o Juana, porque el nombre no lo
recuerdo. «Estamos realizando una encuesta sobre hábitos de consumo en Navidad,
¿le importaría responderme a unas preguntas? Serán un par de minutos», concluye
en tono conciliador, procurando convencerme. Cojones, ya hasta en domingo. Mi
proceder ordinario en estos casos consta de dos elementos: disculparme y colgar.
Sin embargo, desconozco la razón, a veces obramos con ausencia de toda lógica,
contesto sí.
Entonces, la agradecida Maribel, o
Antonia, se prepara para lanzarme el interrogatorio. Yo, por mi parte, me
acomodo, bajo el volumen del televisor y continuo la reproducción del partido,
dispuesto a recibir la descarga lo más despreocupadamente posible. Y va la
primera. «¿Cuántos regalos ha comprado usted para Navidad?». «Ninguno».
Silencio. «¿Ninguno?». «Sí». De nuevo silencio en la línea. Uno, dos, cinco
segundos —esa vez, cuento—. «¿Le importaría decirme por qué?». «Pues, porque
faltan casi dos meses para Navidad y más para Reyes». Se oye un murmullo al
otro lado. La encuestadora comenta algo con un compañero. Ruido de papeles al
fondo. Espero, paciente, a que se decida a la segunda pregunta. Quinta, más
bien. «Por favor, ¿cuál es su edad?». «Treinta». Otra vez el puñetero murmullo.
Ya me está exasperando. Más movimiento de papeles, y yo que sigo esperando. De
prolongarse, el resto del partido me lo voy a tragar de tal guisa. «Disculpe,
pero la encuesta va dirigida a menores de dieciocho años. Gracias y adiós». Y
cuelga.
Y así fue cómo me quedé con cara de
gilipollas, el auricular en la mano y el pi, pi, pi de la línea zumbándome los
oídos. El partido a su aire, por supuesto. Y llevo todo un año dándole vueltas
en la cabeza a la tontería. El caso es que no llego a comprender la salida de
mi torda encuestadora. Con lo difícil, supongo, que será encontrar a alguien
dispuesto a responder un domingo las torpes y absurdas preguntas de una empresa
o asociación. Si la gracia radicaba en la edad, la primera cuestión debió de
formularse con ánimo de conocerla. Por otro lado, no creo que se pueda
organizar una encuesta telefónica dirigida a menores de edad tan gratuitamente,
por las buenas. Un número indeterminado de disposiciones protectoras del menor
entrarían en liza, digo yo. Tampoco sería por causa de grosero empaque —el
hecho de que estuviera viendo el partido no mermaba ápice alguno mis facultades
declarativas—, fui bastante correcto, dadas las circunstancias. Luego está la
incógnita del cuchicheo privado… El tema tiene, sin duda, su puntito de
misterio. Me da a mí que los tiros andaban por lo de no haber comprado ningún
regalo navideño… Sí, eso iba a ser.
Compréndame usted. Cada año adelantamos más los
preparativos navideños. Despidiéndose de la piel los calores estivos, tenemos a
nuestra disposición todo el surtido de polvorones, turrones, mantecados y
alfajores; además, los centros comerciales colocan las luces de adorno, las
jugueterías exponen sus productos, las tiendas propagan sus catálogos, las
perfumerías nos bombardean con sus anuncios y las organizaciones de
consumidores nos aconsejan que vayamos comprando los langostinos —congelándolos
posteriormente, por el detalle de la salud alimentaria— para ahorrarnos unos
euros. El número del Sorteo Extraordinario de Navidad, ni le cuento: a su
disposición desde junio. Por favor. Hay un tiempo para todo. Y las Navidades no
son en agosto. Por ahora.
surdecordoba.com, 3 de noviembre de 2011.
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