martes, 20 de mayo de 2014

Eterna esperanza (viejo artículo)

Ella me escribió de modo natural, aprovechando una pausa durante su guardia, reconociendo lo difícil que es en ocasiones expresar con palabras emociones y experiencias. Fue un largo texto, de liviana sintaxis, que todavía conservo y del cual echo mano con frecuencia mientras tecleo estas líneas.
 
Era educadora social en un centro para refugiados e inmigrantes. Me contó la felicidad que le reportaba poder ayudar a aquellas personas, lo orgullosa que se sentía de ellas y la inmensa riqueza que proporcionaba conocerlas, quererlas y convivir unas horas al día con ellas. Hombres, mujeres y niños que no tenían nada —jamás lo tuvieron—, disponiendo, quizás, tan solo de una vida otorgada por el azar, la desventura o el capricho de algún dios inconsecuente con sus destinos. Como única moneda de cambio, una sonrisa, un gesto amable, una palabra de gratitud y miles de anécdotas, todas tristes, duras, protagonizadas por quienes los despreciaron, humillaron y vejaron en todos los rincones del mundo donde buscaron, incansables, un poco de paz y libertad, sin hallarlas; porque la abyecta condición humana no conoce, en definitiva, de razas, etnias o credos —en algo teníamos que parecernos todos—. Personas abandonadas, agredidas, perseguidas y expulsadas. Parias por omisión, sin país, sin tierra ni hogar, que reciben la mínima expresión de cariño y afecto como el más preciado tesoro, recordándoles por unos instantes que ellos también son seres vivos, con sentimientos, pasiones, inquietudes, dolores y sufrimientos.
 
Así, me narró la historia de un bengalí de cuarenta y ocho años que dejó su país a los dieciocho, pasó por India, Emiratos Árabes, Argelia y Marruecos; al llegar a Melilla, quedó retenido en el CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) doce años. O aquél que había convivido con gentes de todas las religiones, sin importarles a uno y otros, porque Dios era el mismo para todos. O el joven de veinte, diez años vagando por el mundo, seis retenido en el CETI… A ver si nos entendemos. Que la vida es una mierda lo sabemos todos desde que tenemos uso de razón: a los siete u ocho años. Lo peor del asunto es la soledad. Es el mirar a los lados y no ver a nadie. No reconocer ninguna cara familiar, amiga, que nos haga más soportable la carga de vivir, nos aliente a luchar o nos procure cobijo, calor, consuelo y amor en los arduos momentos, cuando todo a nuestro alrededor parece derruido y la depresión nos enfría y nos mata en silencio, suave e imperceptiblemente. Es como extraviarse en la selva oscura de Dante, y no encontrar a ningún Virgilio para guiarnos.
 
Mi particular remitente se transformó cada día en ese Virgilio, aun cuando la conciencia de la realidad atraía el remordimiento. En todos y cada uno de sus relatos se veía incapaz de transmitir fielmente toda la amargura de su impotencia y desesperación. Debido a la crisis, añadió, los recortes se preveían inevitables. Y llegaron. Este verano recibí correo de ella, confirmando su despido. Dado el lugar y la prestación, había que empezar por el personal. Sin embargo, no perdía la ilusión; es más, se consideraba afortunada pues había muchas personas en peor situación, reservando para ellas unas líneas de remembranza.
 
Entonces, siendo testigo de tales actitudes, de tales muestras de humanidad, alguien como yo, contando únicamente en su patrimonio, además de —como redactara Sabatini— la intuición de que el mundo está loco, la seguridad de que el ser humano es el cáncer del planeta y camina certeramente hacia su autodestrucción; alguien como yo, decía, se para y piensa que vale, que posiblemente no todo esté perdido, que existen personas que compensan un tanto tamaño nivel de arrogancia, avaricia, envidia, mezquindad e ingratitud, personas que, cuando todo se vaya al carajo —y tarde o temprano se irá, mandado por nosotros mismos— merezcan salvarse y ser salvadas. Ejemplos de lo mejor, lo que debiéramos ser y no somos, contrapuntos para el recuerdo. Marco de entrañable veneración, si la reflexión no se viera enturbiada por la premisa de que dichas personas, desgraciadamente, no son la norma, sino la excepción a una naturaleza grotesca, desaprensiva e inmoral.
 
En relación con la protagonista de este artículo, sería para mí un verdadero placer que, de leerlo, vuelva a escribirme, transmitiéndome —ojalá— la feliz noticia de su triunfo en el acceso a un puesto de trabajo; aferrándose, terca y entrañablemente, a su eterna esperanza.
 
lucenadigital.com, 3 de octubre de 2011.

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