Ella
me escribió de modo natural, aprovechando una pausa durante su guardia, reconociendo
lo difícil que es en ocasiones expresar con palabras emociones y experiencias.
Fue un largo texto, de liviana sintaxis, que todavía conservo y del cual echo
mano con frecuencia mientras tecleo estas líneas.
Era educadora social en un centro
para refugiados e inmigrantes. Me contó la felicidad que le reportaba poder
ayudar a aquellas personas, lo orgullosa que se sentía de ellas y la inmensa
riqueza que proporcionaba conocerlas, quererlas y convivir unas horas al día
con ellas. Hombres, mujeres y niños que no tenían nada —jamás lo tuvieron—,
disponiendo, quizás, tan solo de una vida otorgada por el azar, la desventura o
el capricho de algún dios inconsecuente con sus destinos. Como única moneda de
cambio, una sonrisa, un gesto amable, una palabra de gratitud y miles de
anécdotas, todas tristes, duras, protagonizadas por quienes los despreciaron,
humillaron y vejaron en todos los rincones del mundo donde buscaron,
incansables, un poco de paz y libertad, sin hallarlas; porque la abyecta
condición humana no conoce, en definitiva, de razas, etnias o credos —en algo
teníamos que parecernos todos—. Personas abandonadas, agredidas, perseguidas y
expulsadas. Parias por omisión, sin país, sin tierra ni hogar, que reciben la
mínima expresión de cariño y afecto como el más preciado tesoro, recordándoles
por unos instantes que ellos también son seres vivos, con sentimientos,
pasiones, inquietudes, dolores y sufrimientos.
Así, me narró la historia de un
bengalí de cuarenta y ocho años que dejó su país a los dieciocho, pasó por
India, Emiratos Árabes, Argelia y Marruecos; al llegar a Melilla, quedó
retenido en el CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) doce años. O
aquél que había convivido con gentes de todas las religiones, sin importarles a
uno y otros, porque Dios era el mismo para todos. O el joven de veinte, diez
años vagando por el mundo, seis retenido en el CETI… A ver si nos entendemos.
Que la vida es una mierda lo sabemos todos desde que tenemos uso de razón: a
los siete u ocho años. Lo peor del asunto es la soledad. Es el mirar a los
lados y no ver a nadie. No reconocer ninguna cara familiar, amiga, que nos haga
más soportable la carga de vivir, nos aliente a luchar o nos procure cobijo,
calor, consuelo y amor en los arduos momentos, cuando todo a nuestro alrededor
parece derruido y la depresión nos enfría y nos mata en silencio, suave e
imperceptiblemente. Es como extraviarse en la selva oscura de Dante, y no
encontrar a ningún Virgilio para guiarnos.
Mi particular remitente se
transformó cada día en ese Virgilio, aun cuando la conciencia de la realidad
atraía el remordimiento. En todos y cada uno de sus relatos se veía incapaz de
transmitir fielmente toda la amargura de su impotencia y desesperación. Debido
a la crisis, añadió, los recortes se preveían inevitables. Y llegaron. Este
verano recibí correo de ella, confirmando su despido. Dado el lugar y la
prestación, había que empezar por el personal. Sin embargo, no perdía la
ilusión; es más, se consideraba afortunada pues había muchas personas en peor
situación, reservando para ellas unas líneas de remembranza.
Entonces, siendo testigo de tales
actitudes, de tales muestras de humanidad, alguien como yo, contando únicamente
en su patrimonio, además de —como redactara Sabatini— la intuición de que el
mundo está loco, la seguridad de que el ser humano es el cáncer del planeta y
camina certeramente hacia su autodestrucción; alguien como yo, decía, se para y
piensa que vale, que posiblemente no todo esté perdido, que existen personas
que compensan un tanto tamaño nivel de arrogancia, avaricia, envidia,
mezquindad e ingratitud, personas que, cuando todo se vaya al carajo —y tarde o
temprano se irá, mandado por nosotros mismos— merezcan salvarse y ser salvadas.
Ejemplos de lo mejor, lo que debiéramos ser y no somos, contrapuntos para el
recuerdo. Marco de entrañable veneración, si la reflexión no se viera
enturbiada por la premisa de que dichas personas, desgraciadamente, no son la
norma, sino la excepción a una naturaleza grotesca, desaprensiva e inmoral.
En relación con la protagonista de este artículo, sería
para mí un verdadero placer que, de leerlo, vuelva a escribirme,
transmitiéndome —ojalá— la feliz noticia de su triunfo en el acceso a un puesto
de trabajo; aferrándose, terca y entrañablemente, a su eterna esperanza.
lucenadigital.com, 3 de octubre de 2011.
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