Camino con paso vacilante y defensivo,
zigzagueando entre los angostos espacios habilitados para la circulación
peatonal en las numerosas calles sometidas a un plan de obra postmodernista. En
ocasiones, el paseo se torna en un chabacano juego del laberinto, donde dudas
si girar a derecha o izquierda, o bien seguir recto o volver al inicio, con tal
de alcanzar al fin la salida, casi siempre para adentrarte en un nuevo
entresijo laberíntico de maquinaria, vallado, bache y piedra. El paso también
es circunspecto, manso, como si caminase con los pies desnudos sobre cristales
triturados, previniendo reducir en vano la suciedad polvorienta en el calzado y
la pernera del pantalón.
Al
acceder a una de estas calles, creo columbrarlo, para cerciorarme al avanzar,
manteniendo aún el paso incierto y sumiso sobre la calzada lacerada, sometida
al drástico tratamiento estético.
Mi
amigo Tito se encuentra apoyado en una de las esquinas, cual vulgar cantonera
de a cinco euros, los brazos cruzados sobre el pecho y el hombro derecho
apuntalando el tabique. Observa extasiado la actividad obrera, como un vejete
jubilado. Llevo tiempo sin saber de él y los saludos son cordiales, dentro del
descuido con el que liquida este tipo de trámites. Lo noto desmejorado, algo
más blanquecino y enjuto de lo habitual; el rostro cadavérico, cuya poblada
barba, fruto del apático empleo de la cuchilla, no ayuda a vivificar. Los ojos
exteriorizan a su vez cierta tristeza, más próxima quizá a la depresión que a
la melancolía. No me pregunto si ha comido, porque para ello gasta buen sable.
Me pregunto si no estará aburrido, cansado de tanta monotonía infinita, aquella
que no conduce a ninguna parte, tan sólo a una biografía patéticamente
predecible, sin ilusiones ni esperanzas. De vivir sin comprender y sin ser
comprendido, cual pieza incorporada por error en la caja de un puzle. Me pregunto
qué demonios hace aquí. No en el mundo de los vivos, sino en una ciudad donde
no termina de encajar del todo. Y me pregunto si realmente sería capaz de
encajar en alguna parte, si no es una mera cuestión de atribuirle una forma no
diagnosticada de misantropía.
Me
coloco a su lado, flanqueándolo como buen compañero de armas. Él me señala al
frente y me fijo en uno de los trabajadores. Se halla dentro de una zanja, bajo
el nivel del suelo, excavando un hueco en el lateral. Sobre él, cerca del borde
de la zanja, un palet de ladrillos de confuso aplomo. Carece de casco de
protección; nadie lo lleva por allí, de hecho; aunque todos visten con chaleco
reflectante, vaya a ser que algún coche despistado, pero con las luces
encendidas, se salte los obstáculos y, antes de caer a la zanja, atropelle a
uno o dos operarios. La seguridad es lo primero, faltaría más. Cruzo la mirada
con Tito, éste niega con la cabeza mientras resopla hastiado, sea por tanta
incompetencia, sea por tanto abuso. Yo, como anestesiado, me limito a sacudir
con la mano el polvo agarrado a los bajos de mi pantalón.
De
repente, se rasca la barba con parsimonia y le da por hablar. Hasta entonces la
comunicación se había circunscrito a gestos contados y sonidos guturales. La
ciudad cambia con cada generación, me comenta. Cualquiera que pase por aquí
después de diez o quince años no la conoce. Y ya no digamos treinta o cuarenta
años. Lo cual no es malo, ni tampoco bueno. Es simplemente la constatación de
un modo de concebir el entorno comunitario urbano. Sí le llama la atención, en
una tierra de arraigadas tradiciones. Puede, continúa reflexionando, que, con
esta política local aceptada por la generalidad de los conciudadanos, se gane dinero.
Un dinero repartido. Cuanto mayor es el cambio, cuanto mayor es el número de
los cambios, mayor es el volumen de dinero en movimiento. Y donde se mueve
dinero, aumenta el porcentaje de reparto. En teoría, al menos. Luego será la
costumbre: mucho reparto con pocos participantes en el mismo. Y se repite,
concluye, la utilización de la construcción como motor económico nacional. No
hay escarmiento.
A
mí, lo que me sorprende es que haya enlazado tamaña cantidad de frases en una
suerte de monólogo franco y desinhibido. Máxime cuando ya tuvimos una
conversación semejante con motivo de juderías inexistentes, casas solariegas y
palacetes desaparecidos y parches arquitectónicos vanguardistas con contornos
vetustos.
«La
ciudad», me atrevo a sugerir, «se reinventa por periodos… Como Las Vegas». A lo
cual Tito se sonríe, tratando de inquirir si el controvertido símil se acerca a
su referencia como capital del entretenimiento o de la depravación. «Por mi
parte», zanjo, «me da igual». No pretendo enfrascarme en discusiones semánticas
por interpretaciones sacadas de contexto. Sin embargo, Tito ya está galvanizado
de ironía —o sarcasmo—, y propone un nuevo nombre para la ciudad: Vegasluc.
lucenadigital.com, 3 de noviembre de 2014
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