lunes, 21 de diciembre de 2015

Vegasluc

Camino con paso vacilante y defensivo, zigzagueando entre los angostos espacios habilitados para la circulación peatonal en las numerosas calles sometidas a un plan de obra postmodernista. En ocasiones, el paseo se torna en un chabacano juego del laberinto, donde dudas si girar a derecha o izquierda, o bien seguir recto o volver al inicio, con tal de alcanzar al fin la salida, casi siempre para adentrarte en un nuevo entresijo laberíntico de maquinaria, vallado, bache y piedra. El paso también es circunspecto, manso, como si caminase con los pies desnudos sobre cristales triturados, previniendo reducir en vano la suciedad polvorienta en el calzado y la pernera del pantalón.
 
Al acceder a una de estas calles, creo columbrarlo, para cerciorarme al avanzar, manteniendo aún el paso incierto y sumiso sobre la calzada lacerada, sometida al drástico tratamiento estético.
 
Mi amigo Tito se encuentra apoyado en una de las esquinas, cual vulgar cantonera de a cinco euros, los brazos cruzados sobre el pecho y el hombro derecho apuntalando el tabique. Observa extasiado la actividad obrera, como un vejete jubilado. Llevo tiempo sin saber de él y los saludos son cordiales, dentro del descuido con el que liquida este tipo de trámites. Lo noto desmejorado, algo más blanquecino y enjuto de lo habitual; el rostro cadavérico, cuya poblada barba, fruto del apático empleo de la cuchilla, no ayuda a vivificar. Los ojos exteriorizan a su vez cierta tristeza, más próxima quizá a la depresión que a la melancolía. No me pregunto si ha comido, porque para ello gasta buen sable. Me pregunto si no estará aburrido, cansado de tanta monotonía infinita, aquella que no conduce a ninguna parte, tan sólo a una biografía patéticamente predecible, sin ilusiones ni esperanzas. De vivir sin comprender y sin ser comprendido, cual pieza incorporada por error en la caja de un puzle. Me pregunto qué demonios hace aquí. No en el mundo de los vivos, sino en una ciudad donde no termina de encajar del todo. Y me pregunto si realmente sería capaz de encajar en alguna parte, si no es una mera cuestión de atribuirle una forma no diagnosticada de misantropía.
 
Me coloco a su lado, flanqueándolo como buen compañero de armas. Él me señala al frente y me fijo en uno de los trabajadores. Se halla dentro de una zanja, bajo el nivel del suelo, excavando un hueco en el lateral. Sobre él, cerca del borde de la zanja, un palet de ladrillos de confuso aplomo. Carece de casco de protección; nadie lo lleva por allí, de hecho; aunque todos visten con chaleco reflectante, vaya a ser que algún coche despistado, pero con las luces encendidas, se salte los obstáculos y, antes de caer a la zanja, atropelle a uno o dos operarios. La seguridad es lo primero, faltaría más. Cruzo la mirada con Tito, éste niega con la cabeza mientras resopla hastiado, sea por tanta incompetencia, sea por tanto abuso. Yo, como anestesiado, me limito a sacudir con la mano el polvo agarrado a los bajos de mi pantalón.
 
De repente, se rasca la barba con parsimonia y le da por hablar. Hasta entonces la comunicación se había circunscrito a gestos contados y sonidos guturales. La ciudad cambia con cada generación, me comenta. Cualquiera que pase por aquí después de diez o quince años no la conoce. Y ya no digamos treinta o cuarenta años. Lo cual no es malo, ni tampoco bueno. Es simplemente la constatación de un modo de concebir el entorno comunitario urbano. Sí le llama la atención, en una tierra de arraigadas tradiciones. Puede, continúa reflexionando, que, con esta política local aceptada por la generalidad de los conciudadanos, se gane dinero. Un dinero repartido. Cuanto mayor es el cambio, cuanto mayor es el número de los cambios, mayor es el volumen de dinero en movimiento. Y donde se mueve dinero, aumenta el porcentaje de reparto. En teoría, al menos. Luego será la costumbre: mucho reparto con pocos participantes en el mismo. Y se repite, concluye, la utilización de la construcción como motor económico nacional. No hay escarmiento.
 
A mí, lo que me sorprende es que haya enlazado tamaña cantidad de frases en una suerte de monólogo franco y desinhibido. Máxime cuando ya tuvimos una conversación semejante con motivo de juderías inexistentes, casas solariegas y palacetes desaparecidos y parches arquitectónicos vanguardistas con contornos vetustos.
 
«La ciudad», me atrevo a sugerir, «se reinventa por periodos… Como Las Vegas». A lo cual Tito se sonríe, tratando de inquirir si el controvertido símil se acerca a su referencia como capital del entretenimiento o de la depravación. «Por mi parte», zanjo, «me da igual». No pretendo enfrascarme en discusiones semánticas por interpretaciones sacadas de contexto. Sin embargo, Tito ya está galvanizado de ironía —o sarcasmo—, y propone un nuevo nombre para la ciudad: Vegasluc.

lucenadigital.com, 3 de noviembre de 2014

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