Más tarde, cuando el paroxismo lacrimal hubo
pasado y el cuerpo se descomponía al amparo de una gigantesca cruz cristiana,
se le conoció como Paquito Pantanos, o Paquito Patas Cortas, o Paquito, a
secas. Pero por entonces era el Caudillo de España y de la Cruzada,
Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde.
Caminando
bajo palio —la mejor forma de sobrevivir veintiún siglos es adaptarse—,
conformó un estado a su medida. No medida de altura, más bien bajita, sino a la
medida de su persona, de sus ideales. España pasaba a ser un Estado católico,
social y representativo, el cual, por tradición histórica, se declaraba como
Reino. Un reino sin rey subyugado a un dictador fanático, o psicópata —no
siempre es fácil distinguirlos—, flanqueado por un ceremonioso grupo de
acólitos tan chiflados y exaltados como su líder. Toditos juntos, terminada la
guerra, emborrachados de estúpida arrogancia, remataron al enemigo vencido,
coartaron el brote sedicioso y asesinaron la inteligencia del inocente, pues no
hay animal más dócil que el borrego. Y, en cuanto al rey, llegaría cuando los
santos cojones de Franco lo estimasen conveniente.
Huelga
decir —o teclear—, en lo que a este Historismo importa, que constitución no
habría, ni siquiera por aquello de guardar las apariencias. En su lugar, se
fueron aprobando una serie de leyes, adjetivadas como «Fundamentales», que
fueron estructurando el organigrama nacional. Ocho, en total, breves, simples
(imagen de la intención aplicativa), y dos de ellas sentarían las bases de
nuestra forma política actual.
El
Fuero del Trabajo, de 9 de marzo de 1938, supuso el intervencionismo del Estado
sobre la vida laboral y económica en su sentido absoluto. Diseñó derechos
laborales partiendo de la familia como institución social y de la Organización
Sindical Española (Sindicato Vertical) como instrumento para equiparar patronos
y obreros a la voluntad del Estado. Reconoció la propiedad y la iniciativa
privadas, si bien, está última, podía cercenarse por interés público, esto es, por
voluntad franquista. Asimismo, incorporó los principios de la Seguridad Social.
La
Ley Constitutiva de las Cortes, de 17 de julio de 1942, ideó un Poder
Legislativo unicameral, integrado por procuradores —designación medieval—,
cuyas leyes podían ser vetadas por el Jefe del Estado. Franco, claro.
El
Fuero de los Españoles, de 17 de julio de 1945, catalogó los derechos y deberes
de los españoles. Listado graciosísimo, por su sorprendente contenido en un
gobierno dictatorial y la trampa en las cercanías de su cierre, pues el
ejercicio de los derechos no podía atentar contra la unidad espiritual,
nacional y social de España. Lo cual, en una patria conquistada y sometida,
significaba carecer de cualquier derecho.
La
Ley de Referéndum Nacional, de 22 de octubre de 1945, patético trasunto de
democracia para mayores de veintiún años, al antojo del dictador.
La
Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, de 26 de julio de 1947, ancló la
primera magistratura del Estado al Generalísimo victorioso, legitimándole la
libre facultad de elegir su sucesor en el cargo, saliéndole, finalmente, y por
el bien de todos los españoles, un tanto rana… Aunque esto queda para otro
momento.
La
Ley de Principios del Movimiento Nacional, de 17 de mayo de 1958, estableció
los principios rectores del régimen. Una suerte de compendio y exégesis de los
preceptos, reglas o máximas que guiaban el curso del mismo.
La
Ley Orgánica del Estado, de 10 de enero de 1967, donde se articularon las
distintas instituciones del Estado, disponiendo la separación de las figuras
del Jefe del Estado y el Jefe del Gobierno. Hecho que no impidió al dictador
conservar la bicefalia hasta el nombramiento del almirante Luis Carrero Blanco
en 1972, quien fallecería víctima de un atentado terrorista el 20 de diciembre
de 1973.
Don
Carlos Arias Navarro presidiría el gobierno de una sociedad que entendía la
senectud del dictador como la agonía del régimen. Ello, pese a los esfuerzos de
los adeptos por aparentar un clima de normalidad. Sin embargo, cuando se moldea
un sistema político en torno a una persona y no a unos principios, cuando en la
prestación del servicio esa persona se convierte en imprescindible, mientras
que los principios tan sólo la acompañan, cual batín de informal comodidad; la
desaparición de la persona, del adalid, agrieta los muros defensivos del
sistema, debilitándolo.
Al
morir Franco, una legión de plañideras escoltó a Arias, porque los cretinos
recalcitrantes no son privilegio religioso. Pronto, Juan Carlos I quiso ser el
Rey de todos los españoles, y consciente de la realidad social e histórica de
su tiempo, de la necesidad de democratizar el país, mandó a tomar por saco a
Arias Navarro, invistiendo a don Adolfo Suárez como Presidente del Gobierno, e
iniciando una delicada, compleja y tensa política que la Historia bautizó con
el nombre de «Transición Española».
surdecordoba.com, 1 de diciembre de 2014
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