martes, 15 de diciembre de 2015

Un maestro para un lector

No todo el mundo nace con vocación lectora. Y, en ocasiones, el lector se hace. No me refiero a una lectura por afición, a modo de tendencia ociosa con vistas a cubrir breves periodos del día, o de la semana, o del mes, o del año; ni a una fórmula banal para conciliar el sueño con facilidad. Me refiero a una lectura por necesidad. A una necesidad de leer para poder seguir viviendo, como se necesita comer o respirar. Y para encarar la vida con lucidez, ayudar a comprender el porqué.
 
Los libros son la mejor arma para combatir la mediocridad. Entre sus páginas encontraremos las respuestas, perfilaremos la condición humana y descubriremos que, inevitablemente, somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. Consolidaremos nuestro espíritu crítico, atendiendo con objetividad las más diversas posturas, analizando los criterios al margen de empatías y extrayendo conclusiones propias, ajenas a la alienación de bandos, tendencias o partidos. Advertiremos que hasta los canallas tienen sus razones, que nada es lo que parece y que las conductas no se pueden reducir a blanco o negro, derecha o izquierda, conmigo o contra mí, porque ello supondría caer en la arrogante, hipócrita y estúpida apreciación de que disponemos de la verdad absoluta, despreciando cualquier otra aportación. Predeciremos los derroteros de una humanidad no siempre lógica. Acontecimientos que ocurrirán porque ocurrieron, porque aquello que de visceral hay en el hombre es primario y previsible. Asumiremos que, al fin y al cabo, las experiencias vitales cobran sentido, que las relaciones sociales se perfeccionan con las pertinentes dosis de circunspección.
 
Esporádicamente, el lector por necesidad permanece dormido, sumido en una suerte de hibernación, a la espera de ser despertado. Pendiente de un resorte o interruptor, el cual deberá de ser accionado. ¿Cómo lograrlo?… Por lo general, previamente, cual diosa mitológica, la necesidad aparece transfigurada en instrumento. Entonces, un libro presionará el interruptor. Puede darse el caso de que ese libro no sea el más grande de la Literatura Universal, ni el mejor escrito de los tiempos; puede que no tenga el reconocimiento de crítica y público, ni que su contenido sea especialmente destacable; puede que los personajes estén dibujados con cansina ortodoxia, y su ritmo y tono dejen mucho que desear. Puede que todo a la vez, pero, sin saber el motivo exacto, ese libro ha prendido algo dentro de ti. Es como si te hubiese invadido un cuerpo extraño, extendiéndose sin control por tu interior. Ya no puedes impedirlo, es una plaga ineluctable; necesitas leer, y seguir leyendo. Será un libro detrás de otro. Nuevas ciudades, nuevos países, nuevos mundos; amigos y enemigos; amor, aventura, fantasía, suspense, drama; ficción o realidad. Pues los libros no sólo son una fuente de conocimiento y comprensión, también son un refugio. Un lugar donde, simultáneamente, escapar, sentirnos seguros y prepararnos para afrontar con inteligencia y claridad la vida diaria.
 
El aquí suscriptor encajaría en este grupo. Por razones que no vienen al caso, llegó a mis manos un ejemplar en edición de bolsillo de la novela El maestro de esgrima, de Arturo Pérez-Reverte. Como preciado tesoro, todavía conservo el libro, publicado por Alfaguara con una de las mejores portadas que haya visto: sobre fondo azul, la esbelta figura del protagonista, en primer plano, portando una espada; su ojos claros, penetrantes, atravesándote con más eficacia que la punta de su acero; su porte señorial, sus cabellos y mostacho canosos; y detrás, en segundo plano, un lienzo blanco empapado de sangre soporta un candelabro humeante y una mano inerte desarmada de espadín.
 
La historia me hechizó, desde la primera página. No me entienda mal. Había leído otros libros, por afición. Algo de Agatha Christie, clásicos del plan educativo, historietas cómicas de Astérix y Obélix, títulos de la colección El Barco de Vapor… No demasiado. Sin embargo, El maestro de esgrima, el relato de un viejo caballero de nobiliarios modales y escasa hacienda, el último de una época, envuelto en una intrigante trama en plena Revolución de 1868 al enamorarse de una enigmática joven de considerable destreza en esgrima; El maestro de esgrima, tecleaba, generó el cambio. A partir de ese momento, ya no pude parar. Las causas no sería capaz de determinarlas, aunque los resultados fueron evidentes.
 
Varias veces he leído El maestro de esgrima, fascinándome con la misma intensidad, sin perder un ápice de interés. Seguiré leyendo la novela, salvo fuerza mayor, en aquella edición de bolsillo, pese a haber adquirido otra en formato de tapa dura. Así, gustoso, continuaré embaucándome con Adela de Otero, cautivándome con la intachable honorabilidad de Jaime Astarloa, hipnotizándome con cada giro, trasladándome a otro siglo. Y seguiré leyéndola, salvo fuerza mayor, como pago a cuenta de una deuda que jamás podré satisfacer al completo.

lucenadigital.com, 1 de octubre de 2014

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