No todo el mundo nace con vocación lectora. Y,
en ocasiones, el lector se hace. No me refiero a una lectura por afición, a
modo de tendencia ociosa con vistas a cubrir breves periodos del día, o de la
semana, o del mes, o del año; ni a una fórmula banal para conciliar el sueño
con facilidad. Me refiero a una lectura por necesidad. A una necesidad de leer
para poder seguir viviendo, como se necesita comer o respirar. Y para encarar
la vida con lucidez, ayudar a comprender el porqué.
Los
libros son la mejor arma para combatir la mediocridad. Entre sus páginas
encontraremos las respuestas, perfilaremos la condición humana y descubriremos
que, inevitablemente, somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos.
Consolidaremos nuestro espíritu crítico, atendiendo con objetividad las más
diversas posturas, analizando los criterios al margen de empatías y extrayendo
conclusiones propias, ajenas a la alienación de bandos, tendencias o partidos.
Advertiremos que hasta los canallas tienen sus razones, que nada es lo que
parece y que las conductas no se pueden reducir a blanco o negro, derecha o
izquierda, conmigo o contra mí, porque ello supondría caer en la arrogante,
hipócrita y estúpida apreciación de que disponemos de la verdad absoluta, despreciando
cualquier otra aportación. Predeciremos los derroteros de una humanidad no
siempre lógica. Acontecimientos que ocurrirán porque ocurrieron, porque aquello
que de visceral hay en el hombre es primario y previsible. Asumiremos que, al
fin y al cabo, las experiencias vitales cobran sentido, que las relaciones
sociales se perfeccionan con las pertinentes dosis de circunspección.
Esporádicamente,
el lector por necesidad permanece dormido, sumido en una suerte de hibernación,
a la espera de ser despertado. Pendiente de un resorte o interruptor, el cual
deberá de ser accionado. ¿Cómo lograrlo?… Por lo general, previamente, cual
diosa mitológica, la necesidad aparece transfigurada en instrumento. Entonces,
un libro presionará el interruptor. Puede darse el caso de que ese libro no sea
el más grande de la Literatura Universal, ni el mejor escrito de los tiempos;
puede que no tenga el reconocimiento de crítica y público, ni que su contenido
sea especialmente destacable; puede que los personajes estén dibujados con
cansina ortodoxia, y su ritmo y tono dejen mucho que desear. Puede que todo a
la vez, pero, sin saber el motivo exacto, ese libro ha prendido algo dentro de
ti. Es como si te hubiese invadido un cuerpo extraño, extendiéndose sin control
por tu interior. Ya no puedes impedirlo, es una plaga ineluctable; necesitas
leer, y seguir leyendo. Será un libro detrás de otro. Nuevas ciudades, nuevos
países, nuevos mundos; amigos y enemigos; amor, aventura, fantasía, suspense,
drama; ficción o realidad. Pues los libros no sólo son una fuente de
conocimiento y comprensión, también son un refugio. Un lugar donde,
simultáneamente, escapar, sentirnos seguros y prepararnos para afrontar con
inteligencia y claridad la vida diaria.
El
aquí suscriptor encajaría en este grupo. Por razones que no vienen al caso,
llegó a mis manos un ejemplar en edición de bolsillo de la novela El maestro
de esgrima, de Arturo Pérez-Reverte. Como preciado tesoro, todavía conservo el
libro, publicado por Alfaguara con una de las mejores portadas que haya visto: sobre
fondo azul, la esbelta figura del protagonista, en primer plano, portando una
espada; su ojos claros, penetrantes, atravesándote con más eficacia que la
punta de su acero; su porte señorial, sus cabellos y mostacho canosos; y detrás,
en segundo plano, un lienzo blanco empapado de sangre soporta un candelabro
humeante y una mano inerte desarmada de espadín.
La
historia me hechizó, desde la primera página. No me entienda mal. Había leído
otros libros, por afición. Algo de Agatha Christie, clásicos del plan
educativo, historietas cómicas de Astérix y Obélix, títulos de la colección El
Barco de Vapor… No demasiado. Sin embargo, El maestro de esgrima, el relato
de un viejo caballero de nobiliarios modales y escasa hacienda, el último de
una época, envuelto en una intrigante trama en plena Revolución de 1868 al
enamorarse de una enigmática joven de considerable destreza en esgrima; El
maestro de esgrima, tecleaba, generó el cambio. A partir de ese momento, ya no
pude parar. Las causas no sería capaz de determinarlas, aunque los resultados
fueron evidentes.
Varias
veces he leído El maestro de esgrima, fascinándome con la misma intensidad,
sin perder un ápice de interés. Seguiré leyendo la novela, salvo fuerza mayor,
en aquella edición de bolsillo, pese a haber adquirido otra en formato de tapa
dura. Así, gustoso, continuaré embaucándome con Adela de Otero, cautivándome
con la intachable honorabilidad de Jaime Astarloa, hipnotizándome con cada
giro, trasladándome a otro siglo. Y seguiré leyéndola, salvo fuerza mayor, como
pago a cuenta de una deuda que jamás podré satisfacer al completo.
lucenadigital.com, 1 de octubre de 2014
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