Presidente tras Presidente, las Españas eran
gestionadas como si de un equipo deportivo se tratara: ante los bochornosos
fracasos, la figura del entrenador quedaba en entredicho, y con una fulminante
destitución se le culpabilizaba de la derrota, cuando ésta sólo era
consecuencia de las nefastas capacidades, la débil entrega y la tozuda
arrogancia de los jugadores, ingobernables individualistas, negados para
trabajar en equipo.
Fernando
Fernández de Córdova, pese a compartir apellido, no era el Gran Capitán. Y
apostaría que, aun con la potenciación del adjetivo, el rango no gozaría de la
altura precisa en la escala militar. Don Fernando no tuvo tiempo ni de calentar
el sillón presidencial, designándose como relevo a Ángel de Saavedra.
El
duque de Rivas, hombre de Letras y no de Armas, ni de intrigas palaciegas,
ambiciones de camarilla o tejemanejes entre covachuelas, careció de oportunidad
para corregir la ortografía en la publicación de su nombramiento. La revuelta
popular en la Villa no logró ser disuelta con su mano dura, las tropas que
partieron tras los revolucionarios de Vicálvaro no regresaron, y la Reina se
dejó inspirar por el cuchicheo materno. Dos días después de la jura de
Saavedra, la potestad regia retiró el estatus de pensionista a Baldomero
Espartero y agasajó por enésima vez a Leopoldo O’Donnell, atrayéndolo a la
causa reconciliatoria. Todo por el bien de la Patria.
Vive
Dios, la entrada en Madrid del duque de la Victoria hizo honor a su título.
Entre loor de multitudes, accedió a la Presidencia abrazado a su otrora enemigo
y ahora Ministro de la Guerra. Nada más arrimarse a la mesa, exigió el
cumplimiento de una de las condiciones impuestas a la Reina para su retorno —ya
conté que era aclamado como divinidad terrena, institución superior a la
monárquica—. Se convocaron Cortes Constituyentes, las cuales fueron
aprovechadas por O’Donnell para medrar políticamente con la fundación del
partido Unión Liberal, especie de batido rancio entre moderados descafeinados y
progresistas acomodados que ocupó el centro ideológico y ganó las elecciones.
Pero las medallas le pinchaban demasiado el pecho como para olvidar su
condición militar. A don Leopoldo la nueva Constitución le importaba poco menos
que un real, su interés se hallaba en comprobar cuál era su apoyo político y
aguardar paciente el momento oportuno. Mientras tanto, no quedaba sino seguirle
la corriente al viejo, soportar sus chocheces y rogar a Dios, quien siempre
amparaba a los justos —o eso aseveraban—, un calvario decoroso.
Fuera
o no decoroso, a las primeras de cambio, sí pareció breve. El proyecto
constitucional jodía al catolicismo, pues, aunque reconocía el predominio de
esta religión, nadie sería perseguido «… por sus opiniones o creencias
religiosas, mientras no las manifieste por actos públicos contrarios a la
religión». Tamaña liberalidad en la residencia estival de Dios —domicilio
habitual sito en el Vaticano, la casa grande, en pleno centro, sin pérdida—, no
podía tolerarse. No obstante, tal jodienda se asistía de vaselina, porque la
pura —no añado dura, para evitar dobles sentidos—, la llamada a pelo
llegaría al poco con la Desamortización de Madoz. El revuelo fue de los gordos —evítese
de nuevo el doble sentido, por favor—. Los carlistas asomaron la cabeza por el
agujero abierto —vaya, lapsus mío esta vez—, más por recordar su existencia que
por intención provocadora —¡ah!—. Por rematar el símil libidinoso —de perdidos,
al río—, más en plan mirón que participante.
De
cualquier modo, diríase que al gobierno de Espartero lo había mirado un tuerto.
Graves problemas se sucedían sin freno. Epidemia de cólera, crisis de
subsistencias, quiebra de los campesinos de rentas bajas —quienes vivían de la
explotación de las tierras comunales desamortizadas—, conflicto obrero en
Cataluña. Al punto, este último acontecimiento significó la primera huelga
general histórica, la cual transcurrió durante el verano de 1855, en mitad del
debate constituyente.
En
enero de 1856, recuperando la Diputación permanente y articulando el juicio por
jurados para toda clase de delitos, quedó aprobado el texto constitucional que,
sin embargo, no llegaría a publicarse ni, por ende, entraría en vigor.
O’Donnell, relamiéndose los bigotes, se sirvió de la inestabilidad
socio-política para encontrar el patrocinio real y, dimitido Espartero, fue
nombrado Presidente. En septiembre disolvió las Cortes Constituyentes. La
Constitución de 1856 se apellidaría nonata.
Don
Baldomero, sesenta y tres primaveras a cuestas, estimó merecida la jubilación
definitiva, y con un «que os den» genérico partió en agosto hacia su refugio
logroñés, donde moriría en 1879 —doce años después de O’Donnell—. Empero, no
osaré recrearme en una extemporánea esquela. Al duque se le ofrecería la Corona
de España, se le concedería el título de Príncipe de Vergara… En fin, que
todavía habrá de aparecer en próximos capítulos de este humilde Historismo.
Sea.
surdecordoba.com, 3 de marzo de 2014
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