Iba
caminando desde mi piso de estudiante hasta la facultad. Era una buena forma de
ejercicio. Seis kilómetros. Ida y vuelta. Una hora en total. Cuatro o cinco
días a la semana. Para un horario vespertino como el mío, la ruta era agradable:
bordeaba las Caballerizas Reales y la Mezquita-Catedral, y continuaba en línea
recta, por una sucesión de calles estrechas, de fachada blanca, en su mayoría,
que recorrían paralelamente la orilla del Guadalquivir, hasta girar para
acceder a la Plaza de San Pedro y tomar toda la calle Alfonso XII, la cual
desembocaba en Puerta Nueva, donde se ubicaba el antiguo convento-hospital que
albergaba la Facultad de Derecho. Y donde sigue. Creo.
En torno a la Plaza de San Pedro se
levantaba un viejo edificio, que hoy supongo desaparecido. Contaba en su planta
baja con un destartalado local, cuya puerta y escaparate de marcos metálicos,
pintados en una tonalidad gris, pedían a gritos la intervención inmediata de un
profesional de la brocha gorda, pues los lamparones herrumbrosos se extendían
sin mesura por sus contornos desconchados. El interior, a juego. Como su
fachada, de donde colgaba un humilde cartel grabado con la palabra sastrería,
paredes de blanco mate, de brillo desgastado por el descuido prolongado en el
tiempo, austeras, libres de ornamentos y florituras, y un mostrador de tapa
marmórea. Sentado tras él, acompañado de unas grandes tijeras profesionales y
una radio de modulación de frecuencia analógica, un hombre robusto, rondando la
cuarentena, barbas y pelo castaño, ya escaso, los brazos cruzados, mirando al
frente.
Un día apareció. La puerta abierta,
el malogrado cartel, los brazos cruzados, la mirada al frente, perdida en un
horizonte esperanzador, allende del establecimiento, aguardando la aparición de
ese cliente que vendría a socorrer la estática condición de su efigie,
dotándola de la actividad precisa para el sustento. De camino hacia la
facultad, al pasar por allí, lo veía a través de la cristalera enturbiada por
los rigores de la antigüedad, invariable, los brazos cruzados, la mirada al
frente, aguantando paciente, inmutable cual estatua, la entrada anhelada.
Limitándose a escuchar la radio, cuyo sonido podía percibirse desde el
exterior, y a contemplar el paso, por delante de su negocio, de las horas y de
la gente, para quien su existencia no suponía mayor interés, desmereciendo
siquiera un vistazo de reojo.
Así, un día, y otro, y otro. Hasta
que uno de esos días desapareció. Se fue igual que llegó: sin llamar la
atención de persona alguna; discreto, desapercibido. Con seguridad, nadie
reparó en su ausencia, como en su presencia. Simplemente, una tarde, al pasar
por el local, encontré la puerta cerrada, la fachada privada de cartel y el
mostrador vacío. Nada más. El sastre había perdido la paciencia. Derrotado, se
había cansado de esperar, los brazos cruzados, la mirada al frente. Y no
volvió.
Todo empezó hace años, y nos ha ido
venciendo poco a poco. Hemos ido claudicando principios, derechos y bienestar.
La crisis nos ha ido ganando, reconquistando el terreno que logramos con
sacrificio, esfuerzo y lucha, exterminando los sueños, los deseos y las
esperanzas.
España ha retrocedido cincuenta o
sesenta años. El paro nos desborda sin discriminar edades o sexos; la pobreza
nos impone el racionamiento; los sueldos ni aspiran a aproximarse al mínimo
interprofesional; la mano de obra se ha tornado cuasi esclava; los niños —quizás
confiándolos sus padres a un refugio que los ampare de las inclemencias
meteorológicas— acuden al colegio sin desayunar y sin comida para hacerlo
durante la mañana; los ricos, gracias a la eliminación de la competencia por el
cierre de las pequeñas y medianas empresas y por la reducción de los costes de
producción debido al abaratamiento de materiales y mano de obra, son más ricos;
los empleadores quieren seguir ganando, ahora cien en vez de cincuenta; los
modestos trabajadores ya no podrán facilitar a sus hijos estudios
universitarios; las vacaciones, los fines de semana y los descansos se han
esfumado, o se han transformado en permanentes; quienes en su época se
preocuparon por ahorrar contemplan impotentes el acercamiento de la oscuridad…
Pero, a niveles macroeconómicos, las
condiciones son excelentes. Las grandes empresas se revalorizan en Bolsa. La
inversión en España vuelve a ser una opción internacional, y para los
nacionales que dejaron de hacerlo, lo cual no es de extrañar, si forzando
bajadas encadenadas de sueldos, los beneficios se prevén importantes. Como
cuando hubo empresarios que, descubriendo países donde encontraban empleados
que podían desarrollar el mismo trabajo por un sueldo diez veces inferior,
trasladaron sus empresas, cerrando las españolas.
Y la cuestión no es ya que la situación real sea ésta,
sino que nos hayan convencido de la imposibilidad de otro escenario,
sumiéndonos en el conformismo. Nos hemos hecho a cruzarnos de brazos, a dejar
de luchar, porque, por mínimo que sea, siempre tendremos algo que perder. Y
continuaremos de tal manera, los brazos cruzados, temerosos de perder nuestros
escasos restos, hasta que un día, derrotados, desaparezcamos.
lucenadigital.com, 2 de enero de 2014
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