sábado, 15 de agosto de 2015

El sastre paciente

Iba caminando desde mi piso de estudiante hasta la facultad. Era una buena forma de ejercicio. Seis kilómetros. Ida y vuelta. Una hora en total. Cuatro o cinco días a la semana. Para un horario vespertino como el mío, la ruta era agradable: bordeaba las Caballerizas Reales y la Mezquita-Catedral, y continuaba en línea recta, por una sucesión de calles estrechas, de fachada blanca, en su mayoría, que recorrían paralelamente la orilla del Guadalquivir, hasta girar para acceder a la Plaza de San Pedro y tomar toda la calle Alfonso XII, la cual desembocaba en Puerta Nueva, donde se ubicaba el antiguo convento-hospital que albergaba la Facultad de Derecho. Y donde sigue. Creo.
 
En torno a la Plaza de San Pedro se levantaba un viejo edificio, que hoy supongo desaparecido. Contaba en su planta baja con un destartalado local, cuya puerta y escaparate de marcos metálicos, pintados en una tonalidad gris, pedían a gritos la intervención inmediata de un profesional de la brocha gorda, pues los lamparones herrumbrosos se extendían sin mesura por sus contornos desconchados. El interior, a juego. Como su fachada, de donde colgaba un humilde cartel grabado con la palabra sastrería, paredes de blanco mate, de brillo desgastado por el descuido prolongado en el tiempo, austeras, libres de ornamentos y florituras, y un mostrador de tapa marmórea. Sentado tras él, acompañado de unas grandes tijeras profesionales y una radio de modulación de frecuencia analógica, un hombre robusto, rondando la cuarentena, barbas y pelo castaño, ya escaso, los brazos cruzados, mirando al frente.
 
Un día apareció. La puerta abierta, el malogrado cartel, los brazos cruzados, la mirada al frente, perdida en un horizonte esperanzador, allende del establecimiento, aguardando la aparición de ese cliente que vendría a socorrer la estática condición de su efigie, dotándola de la actividad precisa para el sustento. De camino hacia la facultad, al pasar por allí, lo veía a través de la cristalera enturbiada por los rigores de la antigüedad, invariable, los brazos cruzados, la mirada al frente, aguantando paciente, inmutable cual estatua, la entrada anhelada. Limitándose a escuchar la radio, cuyo sonido podía percibirse desde el exterior, y a contemplar el paso, por delante de su negocio, de las horas y de la gente, para quien su existencia no suponía mayor interés, desmereciendo siquiera un vistazo de reojo.
 
Así, un día, y otro, y otro. Hasta que uno de esos días desapareció. Se fue igual que llegó: sin llamar la atención de persona alguna; discreto, desapercibido. Con seguridad, nadie reparó en su ausencia, como en su presencia. Simplemente, una tarde, al pasar por el local, encontré la puerta cerrada, la fachada privada de cartel y el mostrador vacío. Nada más. El sastre había perdido la paciencia. Derrotado, se había cansado de esperar, los brazos cruzados, la mirada al frente. Y no volvió.
 
Todo empezó hace años, y nos ha ido venciendo poco a poco. Hemos ido claudicando principios, derechos y bienestar. La crisis nos ha ido ganando, reconquistando el terreno que logramos con sacrificio, esfuerzo y lucha, exterminando los sueños, los deseos y las esperanzas.
 
España ha retrocedido cincuenta o sesenta años. El paro nos desborda sin discriminar edades o sexos; la pobreza nos impone el racionamiento; los sueldos ni aspiran a aproximarse al mínimo interprofesional; la mano de obra se ha tornado cuasi esclava; los niños —quizás confiándolos sus padres a un refugio que los ampare de las inclemencias meteorológicas— acuden al colegio sin desayunar y sin comida para hacerlo durante la mañana; los ricos, gracias a la eliminación de la competencia por el cierre de las pequeñas y medianas empresas y por la reducción de los costes de producción debido al abaratamiento de materiales y mano de obra, son más ricos; los empleadores quieren seguir ganando, ahora cien en vez de cincuenta; los modestos trabajadores ya no podrán facilitar a sus hijos estudios universitarios; las vacaciones, los fines de semana y los descansos se han esfumado, o se han transformado en permanentes; quienes en su época se preocuparon por ahorrar contemplan impotentes el acercamiento de la oscuridad…
 
Pero, a niveles macroeconómicos, las condiciones son excelentes. Las grandes empresas se revalorizan en Bolsa. La inversión en España vuelve a ser una opción internacional, y para los nacionales que dejaron de hacerlo, lo cual no es de extrañar, si forzando bajadas encadenadas de sueldos, los beneficios se prevén importantes. Como cuando hubo empresarios que, descubriendo países donde encontraban empleados que podían desarrollar el mismo trabajo por un sueldo diez veces inferior, trasladaron sus empresas, cerrando las españolas.
 
Y la cuestión no es ya que la situación real sea ésta, sino que nos hayan convencido de la imposibilidad de otro escenario, sumiéndonos en el conformismo. Nos hemos hecho a cruzarnos de brazos, a dejar de luchar, porque, por mínimo que sea, siempre tendremos algo que perder. Y continuaremos de tal manera, los brazos cruzados, temerosos de perder nuestros escasos restos, hasta que un día, derrotados, desaparezcamos.

lucenadigital.com, 2 de enero de 2014

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