«¡Detente,
pluma!», como escribiera don Benito Pérez Galdós. No conviene precipitar los
acontecimientos. Dejemos al Príncipe de Vergara todavía en su retiro logroñés.
Narváez escaló la cordillera de los
Pirineos y, desde el Pico Aneto, apoyando el peso del cuerpo en la pierna
derecha flexionada y sirviéndose de la mano a modo de visera, columbró la
venida de la ola revolucionaria que asolaba Europa. Chasqueó la lengua, negó un
par de veces en silencio y suspiró, consciente de que España no estaba para
tonterías. O no lo estaba él, lo que se entendía equivalente.
Al descender, ordenó reprimir
cualquier conato insurrecto con la autoridad necesaria. Sin embargo, tal
demostración de poder no bastó para controlar el coladero norteño y consolidar
su liderazgo. Don Ramón dimitió, sustituyéndolo Juan Bravo Murillo.
La Constitución de 1845 se aplicó
como si de un juego de mesa se tratara: en la casa de cada cual se jugaba a su
manera. O sea, su vigencia fue efectiva, su aplicación, caprichosa. La obsesión
de Bravo radicaba en eliminar del juego constitucional cualquier reflejo liberal,
centrando el tiempo restante en la reforma de la Administración, el saneamiento
de la economía —absorbió la cartera de Hacienda— y la firma de un Concordato
con la Santa Sede, que reyes santos nacieron en muchas naciones, pero católicos
sólo en una.
Recién estrenadito el mes de
diciembre de 1852, publicó un proyecto constitucional acompañado de ocho leyes
complementarias, los cuales extendían los tentáculos del Ejecutivo sobre los
demás Poderes del Estado. Muy mermadas quedaban las funciones de las Cortes
bicamerales, cuyas sesiones serían secretas bajo la excusa de contener todo
afán de protagonismo —la consecuencia, la opacidad para la información pública—
y sus decisiones sujetas a un alambicado procedimiento legislativo. Seguro de
sí mismo, ahogado en arrogancia y haciendo honor a su apellido, lanzó el reto
de la aprobación en bloque de todo el articulado presentado. Farol que le
granjeó más desprestigio que alabanza, si bien consiguió el acuerdo entre los
progresistas y el ala moderada no gobernante. Una semana después, dotando a la
atenta lectura de la reflexión adecuada, le llovieron al Presidente críticas
fundamentadas al objetivo perseguido. La Reina, quien repudiaba a los ministros
como a la dieta equilibrada, siempre tan benevolente con las preocupaciones de
su pueblo, destituyó a Bravo Murillo, rogándole que, al recoger su mesa, no
olvidara el texto constitucional.
Los moderados se mantuvieron en el
poder, y las luchas internas no se hicieron esperar. A partir de aquí, se
sucedieron las presidencias. Federico Roncali aguantó cuatro meses, Francisco
Lersundi, cinco. Y Luis José Sartorius fue nombrado.
La presidencia del Conde de San Luis
se caracterizó por el enfrentamiento con el Congreso de los Diputados,
compitiendo por ver quién la tenía más larga. Cansado de que sus señorías le
hicieran la puñeta con los proyectos legislativos que presentaba, el de San
Luis tomó el atajo y, desviándose de la senda constitucional, disolvió las
Cortes decidido a gobernar por decreto, levantado la indignación patria, la
cual tampoco precisaba de muchos incentivos para adherirse a la acción.
Y ya teníamos una nueva fiesta montada,
con la colaboración de progresistas y moderados partidarios del general
Leopoldo O’Donnell en la facción sediciosa. La cosa era adoptar la vía del
pronunciamiento. Éste se hizo efectivo a finales de junio de 1854, con la
fresquita. Se pretendía, sin duda, acelerar con ello el ador guerrero. Dos días
después, en el municipio de Vicálvaro, se celebró el fin de fiesta con una
batalla donde, en una suerte de tablas adaptadas al particular ajedrez hispano,
cada bando se declaró vencedor, por lo que tanto las mofas como los laureles se
repartieron a partes iguales, como correspondía, en definitiva, entre buenos
hermanos.
Los de O’Donnell optaron por
adentrarse en el camino de La Mancha —conforme se sale, la primera a la izquierda—.
Y hacia allí, aunque sin demasiado entusiasmo, dirigieron su persecución las
tropas gubernamentales. El resultado fue conceder a los rebeldes la condición
de mártires, simpatizando con el pueblo llano, propenso a empatizar con el
sacrificio del héroe.
El populismo sirvió al propósito de
O’Donnell, sumó a su causa al general Francisco Serrano, y eclosionó la devoción
nacional con la publicación del Manifiesto de Manzanares —redactado por un
veinteañero Antonio Cánovas del Castillo—, que propugnaba, con la potencia de
voz de un tenor, el retorno a los principios del progresismo.
El entusiasmo se extendió como la pólvora, y los paisanos
requirieron compartir su fervor con las autoridades en persona. Así, dispuestos
a darles un cariñoso abrazo, asaltaron sedes, palacios y palacetes, ante lo
cual Isabel II, rota de la emoción por el amor de la plebe, regaló a sus
súbditos la destitución de Sartorius y el nombramiento de Fernando Fernández de
Córdova.
surdecordoba.com, 1 de febrero de 2014
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