No sería capaz de discernir si el comentario
fue producto de ciertas dotes premonitorias, de una reflexión basada en la
experiencia, de ser un afortunado receptor de información privilegiada o de
echarle mucha caradura. El caso es que, cuando Gerardo Díaz Ferrán lanzó hace
un tiempo aquello de que para salir de la crisis había que trabajar más y ganar
menos (máxima, por cierto, que presidía su filosofía, pues ya la hizo suya al
reconocerse oficialmente la situación de crisis económica en España —hasta el
momento nos hallábamos ante una desaceleración—, para insistir en ella
después), todo el país le recriminó la fea expresión propia de un retrógrado
patrono explotador del humilde proletario. Tampoco podría discernir si fue ésta
la causa de las críticas a la declaración del, a la sazón, presidente de los
empresarios, o si se debió al absurdo recelo del español a la sinceridad, o si
habría que rebajarse a la tendencia supersticiosa del hombre modesto.
Vaya
por delante que no era cosa de soltar la frasecita públicamente, coronado del
halo representativo, porque predisponía a herir la sensibilidad de quienes
sufrían las consecuencias de la coyuntura, concediendo a oportunistas e
hipócritas la mejor ocasión para apuñalar al prójimo con alevosía. Y vaya,
igualmente, por delante que Díaz Ferrán tal vez sea un delincuente que merezca
comerse más años de talego que el conde de Montecristo; la Justicia, con la firmeza
de sus sentencias, ha de determinar la certeza. Pero, como lo cortés no quita
lo valiente, habrá que reconocerle su parte de razón; matizada: trabajar más y
ganar menos no es la solución a la crisis, sino la fórmula para que toda la
caterva plutocrática gane más y trabaje menos.
Entonces,
lo primero será, obviamente, disfrutar de un trabajo. Quienes hayan tenido la
suerte del empleo durante estos años atestiguarán la reducción de salarios, o
su congelación, muchos de ellos acompañados con un gracioso e incoherente
aumento de la jornada. Quienes lo hayan encontrado (el empleo), además de
cumplir con el sacrificio a los dioses, aseverarán que su sueldo es una miseria
que no permite una decorosa subsistencia; que supera escasamente el mínimo
interprofesional. Luego está quien trabaja de tapadillo, esto es, jornada
completa y más, sin contrato, y un salario que bien mereciera el vocablo gratificación,
si encima tuviera que agradecerse el prestar servicios a un empleador sin
percibir a cambio ningún derecho laboral —protección sanitaria, incluida—, y
apenas alcanzar lo suficiente para disponer de ropa, vivienda y alimento. Mano
de obra esclava, siquiera eso: al esclavo debía proporcionársele vestido, techo
y comida. De lo contrario, ¿cómo se sometería a la explotación de su amo?
¿Malnutrido, enfermo y exhausto?… Cuestión de pragmatismo. Por último, queda el
trabajador contratado y con nómina que realmente percibe la mitad del salario
mínimo, obligándosele a firmar como si recibiera la integridad. Y si no, a la
calle. Cabrones brotan en todas partes. Como los hijos de la gran puta que te
calculan el estipendio en una estimación de tus necesidades básicas, partiendo
de factores personales (pareja, matrimonio, hijos, vivienda, hipoteca…), y no
de tu valor productivo, de tus méritos profesionales.
Raza
especial, los autónomos; trabajadores por cuenta propia, quienes, siendo el
mercado netamente circular, acaban padeciendo como cualquier otro. Y, por
supuesto, destacable el empresario honrado. Aquél que sobrelleva el chaparrón
con similar agonía, el cual aspira a ganar dos en vez de ocho, procurando
sostener la plantilla en lo posible, dadas las circunstancias. Esta particular
casta patronal no la conforman, claro, los dueños de, por ejemplo, grandes
cadenas de comida o de supermercados, que multiplican sus ingresos a costa de
empleados a jornadas de doce horas y ochocientos euros al mes.
Sin
embargo, oiga, nos han convencido. Todo va fenomenal. Hemos parado la marcha
atrás —supongo que hasta en el Infierno existe un fondo— y comienza el avance.
Siga alimentándose del aire, remendando los ropajes y destinando sus pocas
ganancias a pagar desmesurados impuestos, como buen ciudadano, para sustentar una
Administración triplicada, decimonónica y obstaculizadora, y un exceso de masa
política con estipendios duplicados; y a consumir —no lo olvide— para que el
círculo económico siga rotando con normalidad. Total, mientras España sea el
primer destino turístico y conquiste el Mundial de Fútbol este verano, no hay
problema. Mientras que las empresas que huyeron en demanda de un ahorro en los
costes de los recursos humanos esenciales retornen, atraídas por el logro de su
reclamación, la crisis se desvanece.
Y lo
que más hincha las narices (o las pelotas, a elegir) es que cada uno de los
derechos laborales alcanzados se han perdido. Deberán recuperarse. Y,
recuperados, cuando el sistema plutocrático sienta la amenaza de la merma de
sus pingües beneficios, volverá a mandarlo todo al carajo. Y nosotros de nuevo iremos
detrás.
lucenadigital.com, 2 de junio de 2014
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