Cuando
el dolor golpea y desgarra no hay palabras en el vocabulario de lengua alguna
suficientes para contener el flujo de sentimientos desbordados. Sólo queda el
vacío y la soledad. Sólo queda la pena y la angustia. El apoyo sincero de quienes
se preocupan y aman ofrece un poco de consuelo, ayudando a sobrellevar un
estado de ánimo decaído, alienando al propio ser, permaneciendo únicamente el
cuerpo, reducido a una entidad física aparente, artificial, más mecánica que
humana.
El terrible accidente de tren
ocurrido en Galicia ha vestido de luto toda una nación, compartiendo, en cierta
medida, la aflicción de familiares y amigos, sufriendo por los heridos,
llorando a los fallecidos. Hoy todos hemos perdido a alguien. Hoy todos velamos
por cada uno de ellos. Hoy todos esperamos la pronta recuperación de los
hospitalizados.
La humanidad es capaz de lo mejor y
lo peor. También esta España, a menudo mezquina y siempre cainita, es capaz de
gestos nobles y altruistas que nos reconcilian y nos demuestran que, frente a
nuestra natural condición individual, la fuerza y el éxito se aseguran cuando
actuamos como colectividad. Las muestras de solidaridad, el incontenible
despliegue de auxilio y los múltiples ofrecimientos desinteresados mueven al
orgullo y condonan a una sociedad tendente al revanchismo.
Las imágenes del suceso son
realmente impactantes, y la información, actualizada a tiempo real por los
medios de comunicación, sin duda, ha contribuido a una completa cobertura de la
noticia. Lo que sigo sin comprender bien es la morbosa afición de estos medios
a mostrar las imágenes de los cadáveres repartidos por el suelo, junto a los
restos del tren siniestrado.
La falta de delicadeza hacia los
familiares, la falta de respeto hacia los fallecidos es lamentable,
condicionando, con tan bochornosa actitud, lo más bajo de la profesión.
Y es que hay periodistas dispuestos
a todo para conseguir la noticia. Por ejemplo, me llamó la atención, entre las
muchas escenas de los diversos reportajes televisivos sobre la calamidad, una
mujer desconsolada que lloraba la pérdida de un ser querido, rendida en el
hombro de su marido mientras clamaba una respuesta ante el trágico destino. El
cámara grababa la escena a una media distancia, mostrando algo de decoro. De repente,
tras la señora y su marido, aparecen en encuadre dos tipejos con sus grabadoras
de voz empotrándolas ante la cara de la mujer, hasta que otro familiar, testigo
del escarnio, los alejó con semblante serio y una inmerecida cortesía.
Tal vez, no lo sé, este trabajo sea
así. Tal vez rija una ley de la selva, donde devoras o te devoran. O tal vez
sea una cuestión más simple. Tal vez sea que resulta inevitable la existencia
del clásico gilipollas. El de toda la vida. Como el imbécil que grababa el
escenario del desastre con su teléfono entre sollozos y gritos, demandando
socorro para las víctimas, en lugar de guardarse el puñetero aparato en el
bolsillo y correr de un lado a otro prestándolo él (el socorro), o buscando a
quien lo prestara. En una situación como ésa, en medio de la catástrofe, con
personas malheridas y agonizantes, creo que lo último que se me ocurriría es
sacar el móvil para otra cosa que no sea llamar a emergencias. De estar éstas
presentes, echaría una mano en lo posible. Aunque fuera alejándome de allí,
para no entorpecer la labor de otros más cualificados para ello. Supongo que es
lo que haría cualquier persona razonable. De hecho, es lo que hicieron decenas
de personas, vecinos de lugar, en cuanto les sorprendió el estruendo del accidente:
acudir rápidamente a prestar auxilio o mantenerse al margen, a una discreta
distancia, sin molestar, o facilitando agua, mantas, herramientas…; lo
necesario.
Pero la noticia manda. Vende,
fundamentalmente. Y ya es condenable que haya tenido que pasar esta tragedia
para que los medios de comunicación dejen de bombardearnos con ERE andaluz,
Gürtel, Bárcenas y demás ralea que campa por ahí a sus anchas, mermándolas a la
mínima expresión. Lamentablemente, este año tampoco nos endosarán las conocidas
serpientes de verano —habríamos preferido millones—. Desaparecidas. Salvo las
intocables noticias futbolísticas.
Al margen de estos comportamientos
periodísticos, en los cuales no es fácil distinguir por momentos la línea de
separación entre el derecho a comunicar información y la moralidad —un tanto
aislados, pues aquí, como en todas partes, también hay profesionales
excepcionales—, la entereza, disposición y generosidad de nuestros
conciudadanos es digna de reconocer.
En lo que a mí respecta, al igual que estoy dispuesto a
criticar, lo estoy a aplaudir, cuando la ocasión lo merece. Como es el caso.
lucenadigital.com, 1 de agosto de 2013
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