La
Caza fue una de las mejores producciones europeas del pasado año, y una
revelación del cine danés, con reconocimiento de crítica y público y concesión
de premios internacionales, destacando la labor interpretativa de su
protagonista, Mads Mikkelsen. También sobresale la presentación de un guión
profundo y completo, dentro de su simpleza.
Cuenta la historia de un profesor
venido a menos de un pequeño pueblo, que se ve obligado a trabajar en un colegio
infantil. Hombre sencillo, amable, bondadoso, con cierto aire simplón, sufre un
revés en su vida cuando una despechada niña del centro, falsa e
inconscientemente, lanza un comentario, involucrándolo en un turbio acto sexual
con ella. ¿Fruto de la imaginación? Imposible. ¿Cómo va una niña pequeña a
describir tan sucia escena con tal detalle?
Entonces, en un lugar donde la caza
del ciervo distingue a los adultos de los infantes, comienza la caza del
hombre. Salvo su hijo y un amigo, todos aquellos que lo conocían desde hacía
años, que compartían con él aficiones y vida, se muestran reacios a su
compañía. Despedido, desprestigiado y repudiado, es acosado por sus vecinos,
quienes lo presionan y agreden hasta hundirlo en la desesperación. Y todavía no
ha intervenido la Justicia. Todo es el resultado del estado generado por la
opinión pública, por las conclusiones tomadas sin investigar los hechos, ni
probarlos, ni tener en cuenta la biografía y
personalidad.
La presunción de culpabilidad impera
en la condición humana. Se es culpable mientras uno mismo no demuestre lo contrario.
La presunción de inocencia, fuera del ámbito estrictamente judicial, se reduce
a una mera aspiración de principios, a una declaración impresa que acompaña al
papel de las constituciones.
La reacción es instintiva, animal,
pero las consecuencias son atroces. La existencia adquiere tintes de calvario.
El implicado padece la agonía de un procedimiento precedido por el fallo
popular. La sentencia está dictada antes de que el Juzgador coja el expediente.
Esto provoca una indefensión social que lleva a los ciudadanos a frustrar su
confianza en la Justicia cuando se resuelve con desestimación o absolución. Y
no es tanto incompetencia del sistema judicial y de los integrantes de los
órganos jurisdiccionales como adelantamiento público a configurar su propio
veredicto sin conocer en profundidad los hechos, ni acceder a las pruebas, y
analizarlas y valorarlas, asumiendo las funciones de unos profesionales
preparados para estas delicadas labores. O sea, que porque un medio de
comunicación o el vecino del quinto digan que Fulanito presuntamente ha robado,
no quiere decir que haya cometido la fechoría. Para eso se recurre a la palabra
presunto, pese a considerarla, uno y otro, como un adorno calificador.
Siquiera la imputación judicial —que no deja de ser un modo de facultar la
defensa— basta.
Se podría apreciar como una de las
causas de esta costumbre, la tendencia a asumir la primera idea u opinión que
se cruza por delante, o la primera que encaja con una doctrina afín, desdeñando
todas las demás. La incapacidad o la apatía para respetar cada una de esas
premisas, razonarlas, descomponerlas y extraer un pensamiento o un dictamen
propios, discerniendo con objetividad los, en ocasiones, sutiles matices que
marcan las diferencias, sin plegarse a las modas, las corrientes o los
partidismos. Que el blanco y el negro no son los únicos colores de un elemento.
Que, con su amplia gama, se pueden detectar series de azul, verde, rojo o
amarillo. Que, a veces, el gris, con mayor o menor tonalidad, es el adecuado.
Si bien es de recibo admitir que hay
quien nos deja en bandeja la presunción de culpabilidad.
Los numerosos escándalos de
corrupción conocidos durante los últimos años, con cohechos, malversaciones,
alzamientos, fraudes, han situado a España —sea por el alto índice de comisión
de estos delitos, sea por el alto índice de descubrimiento de los mismos— entre
los países de la más dudosa consistencia democrática, en cuanto a nivel de
confianza se refiere.
Gürtel, Nóos, ERE, Bárcenas, UGT-A…
Comportamientos que, parece ser, no dañan la imagen de eso que han dado en
llamar Marca España y sí, mire usted por dónde, los movimientos ciudadanos
partidos del 15-M y, a raíz de ellos, los surgidos en defensa de la Sanidad, la
Educación o la Justicia, o en protesta contra los préstamos con garantía
hipotecaria o las preferentes.
Haciendo cuentas, el dinero público
regalado a los bancos y el recogido para fines particulares suman un
interesante montante que nos habría venido fenomenal para afrontar la crisis y
ayudar a los más vapuleados por ella, quienes venimos a ser prácticamente
todos.
No, no nos lo ponen fácil nuestros coterráneos. Aun así,
la presunción de inocencia debe prevalecer. Quizá sea lo poco que de civilizado
nos queda.
lucenadigital.com, 1 de octubre de 2013
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