No
todo iba a ser bueno. Me refiero a la monserga que suelo traerme con la cosa de
la evolución, el progreso, el cambio de la sociedad, el paso de los siglos.
Tendría sus puntos negativos. Unos daños colaterales aceptables. O no tanto.
No recuerdo cómo y cuándo se creó y
extendió la tendencia. Nuestros bisabuelos trataban de usted a sus amigos; en
cierta medida, también nuestros abuelos. Y siempre a los desconocidos. Con
nuestros padres la cosa fue decayendo, hasta prácticamente desaparecer durante
nuestra generación con alarmante preocupación.
Quizá fuera al salir de una
represiva dictadura, entrar en una democracia y constituir el principio de que
todos somos iguales —constituirlo al menos—. Quizá el tuteo fuera una forma de
equilibrar las relaciones interpersonales. Un modo de equiparar la altura
social de cada uno, de evitar los prestigios y elitismos, el clasismo
segregativo. Una victoria para el proletariado.
Entender así el tuteo instalado
actualmente en la comunicación humana en España es una suerte de
autocomplacencia y de condescendencia, útiles únicamente para configurar un
retrato erróneo de la realidad. Lo cual no me importa demasiado. Cada uno es libre
de engañarse como le plazca. Allá él. Si así se siente más satisfecho y
despreocupado, me alegro.
Sin embargo, desde mi punto de
vista, la razón está en que palabras como respeto y honor han sido
repudiadas de nuestro vocabulario, marginadas de nuestro patrón de conducta.
Nuestra alergia a la cultura nos ha embrutecido, nos está embruteciendo, al
punto de que el analfabetismo social es mucho mayor que hace una centuria. Pues
el respeto, para quien lo merezca (adviértase el matiz), no es deriva de
licenciaturas o de títulos, de conocimientos adquiridos a base de concienzudos
estudios en materias diversas, sino de educación y corrección, de civismo. Y el
honor es una manifestación del respeto propio y hacia los demás.
Mis padres trataban de usted a sus
suegros, yo mismo lo hacía con mi abuela paterna —fue orgulloso hábito para sus
nietos—, y sigo haciéndolo con los desconocidos y con aquellos que, pese a
tratarlos esporádicamente, no tengo confianza, hasta que, cansado de la
ausencia de reciprocidad u obligado por la insistente petición del
interlocutor, cambio el registro; a través de estos escritos también me dirijo
a usted, lector, debidamente. Hoy cualquier imbécil con quien nos cruzamos por
la calle nos tutea sin reparo, aunque sea para pedirnos la hora. De las
fórmulas del disculpe o por favor nada se sabe desde hace tiempo. Vamos a
una tienda o a un centro público y nos parece un encuentro de viejos amigos.
Precisamente, presencié el extremo
más infame de tal habla hará unos meses. Se celebraba la inauguración de una
exposición fotográfica, cuando uno de los intervinientes recitó una serie de
poemas relacionados con la temática del evento. Llegado el turno de su autor
favorito, se refirió a él como «Manolo» Altolaguirre. Sin más. Y lo hizo varias
veces. Nada de Altolaguirre o Manuel Altolaguirre. Manolo, a secas. Como si se
bebiera unas cañas todos los fines de semana con una persona que lleva muerta
más de cincuenta años.
Siendo ferviente admirador de Benito
Pérez Galdós, jamás se me ocurriría nombrarle Beni Pérez o El Beni… A ver. No
es que el hombre vaya a levantarse de su tumba, cargado de ira e indignación,
coger un AVE hasta Córdoba, de allí, un autocar hasta Lucena y plantarse en mi
casa para afearme la conducta —«¡Quién se habrá creído usted, niñato
insolente!»—. Entre otros motivos, porque su indumentaria llamaría la atención
general, y no creo que, al comprar los billetes, acepten las pesetas de
comienzos del XX como moneda de
pago. Es cuestión, amén de veneración, de simple deferencia.
Las formas marcadas por la cortesía
y el respeto no tienen por qué entenderse como elementos de distanciamiento
entre los vínculos sociales, ni obstáculos contra la paridad. Al contrario. El
respeto, bien entendido, nos conduce directamente a la tolerancia; la cortesía,
a la educación. La cultura, en su amplio espectro. Nuestro talón de Aquiles.
Lejos quedaron las épocas en las cuales por mucho menos
dos padrinos te citaban en un lugar apartado, exigiendo satisfacción por ofensa
al honor. Ahora los juzgados y tribunales dirimen nuestras controversias. Esto
nos ha civilizado, sin duda. Pero, por momentos, se echan de menos aquellos
días cuando disponías de un palmo de acero toledano para horadar la carne de
quien intencionadamente —o no— le daba por dirigirse a ti recurriendo al voseo,
relegando, con bellaca desfachatez, la gracia de vuestra merced.
surdecordoba.com, 2 de enero de 2013.
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