sábado, 8 de marzo de 2014

Un día de furia (viejo artículo)


Siempre fui un niño enfermizo. Recuerdo una infancia con infecciones, calenturas, procesos víricos, carencia vitamínica, angina, laringitis o sobrepeso. Años entretenidos, desde luego; y no es que ahora me aburra. Los más variados brebajes, bálsamos, soluciones y compuestos fueron introducidos en mi cuerpo a través de todas sus vías… Y cuando digo todas, me refiero a eso: todas. Numerosas visitas hospitalarias a galenos de pintorescas especialidades, viajando con mis padres —qué no harían unos padres por su hijo— en el Renault 6 a Córdoba un mes sí y otro también… En fin, esto merece libro aparte. No obstante, los percances introductorios vienen muy a propósito. Paciencia.
 
El caso es que rondaría yo los ocho o nueve años, cuando una soleada mañana me dirigía señero hacia un centro de salud privado de nuestra ciudad, dispuesto a recibir la enésima inyección en una de mis tiernas posaderas —la derecha o la izquierda, dependiendo del día y del picador—. Al llegar, me acerqué al recepcionista —impecablemente uniformado de blanco—, di los buenos días, le expuse el motivo de mi visita, aboné la cantidad estipulada —doscientas pesetas, más o menos, creo recordar—, me retiré unos pasos y aguardé de pie mi turno. Cuatro o cinco personas hacían lo propio, repartidas entre el sofá y los sillones, mientras ojeaban sendas revistas. Una enfermera apareció un par de veces para intercambiar impresiones con el recepcionista. Al poco, la puerta exterior se abrió, colmándose el rectángulo con el resplandor solar. De la luz emergió una mujer. Era más bien alta, o a mí me lo pareció, de unos cuarenta años, rubia, y estaba dotada de singular hermosura. Vestía, confiando en la fidelidad de mi memoria, pantalón y chaqueta oscuros, y llevaba puestas unas gafas de sol. El pelo, suave, sedoso y ondulado, le caía suelto un palmo por debajo de los hombros. Era, sí señor, una bella mujer. Una mujer de bandera.
 
Todos los presentes la observamos avanzar con exquisito porte hasta el recepcionista. Saludó cortésmente y pidió hora con el médico. Cuando el otro le preguntó la naturaleza de su demanda, la señora se desprendió de las gafas de sol, descubriendo un ojo —el izquierdo— morado. No parecía demasiado inflamado, aunque el derrame era curioso, extendiéndose, con feo aspecto circular, por la zona. La mujer, sin abandonar la dignidad de su pose, aseveró, gesto serio, que se había golpeado con una puerta. Inmediatamente, pese a mi corta edad, puse en duda la tajante afirmación. Golpe, por supuesto; en lo respectivo al origen, sugería algo más humano que inanimado. Era un puñetazo, o sea. De un infame sinvergüenza sin escrúpulos, especulé. Uno de esos canallas que pagan su cobardía con su esposa y demás familiares próximos. Verdaderamente, los hijos de la gran puta están jerarquizados, y el rey, el supremo hijo de puta, es quien agrede —en cualquiera de sus formas— a una mujer, un niño o un anciano.
 
Hasta aquel día no había experimentado la cólera. Esa furia que prende en tu interior, tensa los músculos, amarga el paladar y enciende el cerebro, quemándote la sangre. El recepcionista anotó, impasible; el resto de asistentes continuó a lo suyo. En cuanto a mí, asimismo, experimenté por vez primera la impotencia. Deseé vehementemente medir cincuenta centímetros más, o sumar cinco años, para ajustarle las cuentas al bastardo como se merecía. Deseé gritar de rabia a todos los testigos, reprochándoles su indiferencia, su apatía. Deseé mucho y, lamentablemente, me vi desbordado. A tan entrañable edad, apenas acumulados uno o dos años siendo conscientes de la realidad de la vida, comprendemos el escenario e ignoramos el modo de solventar el desenlace. Carecemos de experiencia, y nos sobra lucidez.
 
El cabreo me duró, pues, un tiempo. Todavía hoy, al rememorar la escena, perdura, asqueado, quizá, por haber sido sólo un niño entonces. Precisamente, estoy de acuerdo con la adopción de concretas medidas contra la violencia de sexo —ya era hora de que se adoptaran—. Pero no con todas. Algunas, simples propuestas incluidas, se me antojan ilógicas y descabelladas, fruto de un feminismo fanático, un oportunismo político y una demagogia analfabeta y barata. Actitudes propias de ese mundo de los adultos tan complejo para los niños. Tan extremo, inútil y desfavorable como la inmovilidad de los fulanos del centro de salud.
 
Al concluir con el practicante, la mujer ya no estaba en espera, y no he vuelto a saber de ella. Sinceramente, ojalá llegara el día en el cual le arreara al cabronazo de su marido una buena patada en los huevos. De haber sido así, me hubiera gustado estar presente para verlo.
 
lucenadigital.com, 1 de diciembre de 2011.

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