Siempre
fui un niño enfermizo. Recuerdo una infancia con infecciones, calenturas,
procesos víricos, carencia vitamínica, angina, laringitis o sobrepeso. Años entretenidos,
desde luego; y no es que ahora me aburra. Los más variados brebajes, bálsamos,
soluciones y compuestos fueron introducidos en mi cuerpo a través de todas sus
vías… Y cuando digo todas, me refiero a eso: todas. Numerosas visitas
hospitalarias a galenos de pintorescas especialidades, viajando con mis padres
—qué no harían unos padres por su hijo— en el Renault 6 a Córdoba un mes sí y
otro también… En fin, esto merece libro aparte. No obstante, los percances
introductorios vienen muy a propósito. Paciencia.
El caso es que rondaría yo los ocho
o nueve años, cuando una soleada mañana me dirigía señero hacia un centro de
salud privado de nuestra ciudad, dispuesto a recibir la enésima inyección en
una de mis tiernas posaderas —la derecha o la izquierda, dependiendo del día y
del picador—. Al llegar, me acerqué al recepcionista —impecablemente uniformado
de blanco—, di los buenos días, le expuse el motivo de mi visita, aboné la
cantidad estipulada —doscientas pesetas, más o menos, creo recordar—, me retiré
unos pasos y aguardé de pie mi turno. Cuatro o cinco personas hacían lo propio,
repartidas entre el sofá y los sillones, mientras ojeaban sendas revistas. Una
enfermera apareció un par de veces para intercambiar impresiones con el
recepcionista. Al poco, la puerta exterior se abrió, colmándose el rectángulo
con el resplandor solar. De la luz emergió una mujer. Era más bien alta, o a mí
me lo pareció, de unos cuarenta años, rubia, y estaba dotada de singular
hermosura. Vestía, confiando en la fidelidad de mi memoria, pantalón y chaqueta
oscuros, y llevaba puestas unas gafas de sol. El pelo, suave, sedoso y
ondulado, le caía suelto un palmo por debajo de los hombros. Era, sí señor, una
bella mujer. Una mujer de bandera.
Todos los presentes la observamos
avanzar con exquisito porte hasta el recepcionista. Saludó cortésmente y pidió
hora con el médico. Cuando el otro le preguntó la naturaleza de su demanda, la
señora se desprendió de las gafas de sol, descubriendo un ojo —el izquierdo—
morado. No parecía demasiado inflamado, aunque el derrame era curioso,
extendiéndose, con feo aspecto circular, por la zona. La mujer, sin abandonar
la dignidad de su pose, aseveró, gesto serio, que se había golpeado con una
puerta. Inmediatamente, pese a mi corta edad, puse en duda la tajante
afirmación. Golpe, por supuesto; en lo respectivo al origen, sugería algo más
humano que inanimado. Era un puñetazo, o sea. De un infame sinvergüenza sin
escrúpulos, especulé. Uno de esos canallas que pagan su cobardía con su esposa
y demás familiares próximos. Verdaderamente, los hijos de la gran puta están
jerarquizados, y el rey, el supremo hijo de puta, es quien agrede —en
cualquiera de sus formas— a una mujer, un niño o un anciano.
Hasta aquel día no había
experimentado la cólera. Esa furia que prende en tu interior, tensa los
músculos, amarga el paladar y enciende el cerebro, quemándote la sangre. El
recepcionista anotó, impasible; el resto de asistentes continuó a lo suyo. En
cuanto a mí, asimismo, experimenté por vez primera la impotencia. Deseé
vehementemente medir cincuenta centímetros más, o sumar cinco años, para ajustarle
las cuentas al bastardo como se merecía. Deseé gritar de rabia a todos los
testigos, reprochándoles su indiferencia, su apatía. Deseé mucho y,
lamentablemente, me vi desbordado. A tan entrañable edad, apenas acumulados uno
o dos años siendo conscientes de la realidad de la vida, comprendemos el
escenario e ignoramos el modo de solventar el desenlace. Carecemos de
experiencia, y nos sobra lucidez.
El cabreo me duró, pues, un tiempo.
Todavía hoy, al rememorar la escena, perdura, asqueado, quizá, por haber sido
sólo un niño entonces. Precisamente, estoy de acuerdo con la adopción de
concretas medidas contra la violencia de sexo —ya era hora de que se
adoptaran—. Pero no con todas. Algunas, simples propuestas incluidas, se me antojan
ilógicas y descabelladas, fruto de un feminismo fanático, un oportunismo
político y una demagogia analfabeta y barata. Actitudes propias de ese mundo de
los adultos tan complejo para los niños. Tan extremo, inútil y desfavorable
como la inmovilidad de los fulanos del centro de salud.
Al concluir con el practicante, la mujer ya no estaba en
espera, y no he vuelto a saber de ella. Sinceramente, ojalá llegara el día en
el cual le arreara al cabronazo de su marido una buena patada en los huevos. De
haber sido así, me hubiera gustado estar presente para verlo.
lucenadigital.com, 1 de diciembre de 2011.
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