sábado, 8 de marzo de 2014

Saldar las cuentas (reflexión cinematográfica)

Toda entrega de premios nos deja un resquemor. Nos decepciona, en cierta medida. Quizá porque no esperamos que una colectividad pueda errar en su criterio de valoración —por cuestión de mayorías—. Quizá porque no aceptamos que los errados somos nosotros. Nos sentimos frustrados, en definitiva, cuando no se cumplen nuestras expectativas, o cuando se cumplen, contradiciendo nuestros deseos.
 
Sobre la entrega de los Óscar 2014 ya han corrido ríos de tinta y metraje de reportajes. Sin duda, todos los nominados merecían el galardón; pero, dentro del merecimiento, unos lo merecían más que otros. Es el caso del Óscar a mejor película. Entre las nueve nominaciones, «Gravity» y «El lobo de Wall Street» merecían el premio por encima de las demás. Verdad que la elección de mejor película es la más compleja, porque implica evaluar la obra en su conjunto, y, aunque éste es el resultado de sumar cada una de sus individualidades, lo que vale es el todo, en una suerte de equilibrio o compensación. Y ese todo sólo es apreciable en los dos títulos mencionados. El resto destaca por contener uno, dos, cuatro elementos individuales dignos de reconocimiento; y para tal fin están las correspondientes categorías: actor, actriz, guión, fotografía…
 
«12 años de esclavitud» es una gran película, sin embargo adolece de detalles que hacen rechinar los dientes al más amable cinéfilo, obligándole a alimentar la idea de que su Óscar como mejor película sea consecuencia de un complejo de culpa por el pasado esclavista del país. Que su director no sea el mejor director, que su actor protagonista no sea el mejor actor (dos de los tres pilares básicos, junto con el guión, de una película), puede pasar. No sería la primera vez, ni será la última. Pero ese número de saltos entre escenas sin solución de continuidad, esa bochornosa y patética —pese a su justificación— intervención estelar de Brad Pitt, esos estereotipos sureños —que tanto recuerdan a los estereotipos de los nacionales de nuestras películas sobre la Guerra Civil—, esa moral de mojigata impotencia en plan somos buenos, mas no responsables del lugar donde nacimos, esos suspiros antiesclavistas recubiertos con empalagosos modos políticamente correctos.
 
El septuagenario Martin Scorsese ha compilado en «El lobo de Wall Street» todo el cine realizado hasta ahora, ha guiado con sabiduría una narración de ritmo frenético, dinamismo insuperable, sin sofocar al espectador, ha plasmado a los personajes hasta la personificación —en ocasiones, parecerán caricaturizados—, ha extraído de los actores la máxima expresión de sus dotes interpretativas, ha conseguido, en fin, que el espectador envidie una vida de excesos autodestructivos, aunque la escenificación nos recuerde a veces a «Uno de los nuestros».
 
El mejicano Alfonso Cuarón ha demostrado lo que se puede hacer con dos actores, una pantalla verde, un brazo mecánico giratorio, una magistral imaginación y un admirable ingenio, acreditando sus excepcionales cualidades de dirección y presentando una obra de singular belleza visual, insólita trama dentro de una peculiar simpleza y tensión permanente.
 
En la noche de los Óscar 2014, Estados Unidos ha querido saldar cuentas con su historia. Aun pareciéndome un gesto estupendo —están en su legítimo derecho—, al menos que sepan que nos hemos percatado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario