Toda entrega de premios nos deja un resquemor.
Nos decepciona, en cierta medida. Quizá porque no esperamos que una
colectividad pueda errar en su criterio de valoración —por cuestión de mayorías—.
Quizá porque no aceptamos que los errados somos nosotros. Nos sentimos
frustrados, en definitiva, cuando no se cumplen nuestras expectativas, o cuando
se cumplen, contradiciendo nuestros deseos.
Sobre
la entrega de los Óscar 2014 ya han corrido ríos de tinta y metraje de reportajes.
Sin duda, todos los nominados merecían el galardón; pero, dentro del
merecimiento, unos lo merecían más que otros. Es el caso del Óscar a mejor
película. Entre las nueve nominaciones, «Gravity» y «El lobo de Wall Street»
merecían el premio por encima de las demás. Verdad que la elección de mejor
película es la más compleja, porque implica evaluar la obra en su conjunto, y,
aunque éste es el resultado de sumar cada una de sus individualidades, lo que vale
es el todo, en una suerte de equilibrio o compensación. Y ese todo sólo es
apreciable en los dos títulos mencionados. El resto destaca por contener uno,
dos, cuatro elementos individuales dignos de reconocimiento; y para tal fin
están las correspondientes categorías: actor, actriz, guión, fotografía…
«12
años de esclavitud» es una gran película, sin embargo adolece de detalles que
hacen rechinar los dientes al más amable cinéfilo, obligándole a alimentar la
idea de que su Óscar como mejor película sea consecuencia de un complejo de
culpa por el pasado esclavista del país. Que su director no sea el mejor
director, que su actor protagonista no sea el mejor actor (dos de los tres
pilares básicos, junto con el guión, de una película), puede pasar. No sería la
primera vez, ni será la última. Pero ese número de saltos entre escenas sin
solución de continuidad, esa bochornosa y patética —pese a su justificación—
intervención estelar de Brad Pitt, esos estereotipos sureños —que tanto
recuerdan a los estereotipos de los nacionales de nuestras películas sobre la
Guerra Civil—, esa moral de mojigata impotencia en plan somos buenos, mas no
responsables del lugar donde nacimos, esos suspiros antiesclavistas recubiertos
con empalagosos modos políticamente correctos.
El
septuagenario Martin Scorsese ha compilado en «El lobo de Wall Street» todo el
cine realizado hasta ahora, ha guiado con sabiduría una narración de ritmo
frenético, dinamismo insuperable, sin sofocar al espectador, ha plasmado a los
personajes hasta la personificación —en ocasiones, parecerán caricaturizados—,
ha extraído de los actores la máxima expresión de sus dotes interpretativas, ha
conseguido, en fin, que el espectador envidie una vida de excesos
autodestructivos, aunque la escenificación nos recuerde a veces a «Uno de los
nuestros».
El
mejicano Alfonso Cuarón ha demostrado lo que se puede hacer con dos actores,
una pantalla verde, un brazo mecánico giratorio, una magistral imaginación y un
admirable ingenio, acreditando sus excepcionales cualidades de dirección y
presentando una obra de singular belleza visual, insólita trama dentro de una
peculiar simpleza y tensión permanente.
En la
noche de los Óscar 2014, Estados Unidos ha querido saldar cuentas con su
historia. Aun pareciéndome un gesto estupendo —están en su legítimo derecho—,
al menos que sepan que nos hemos percatado.
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