Se presumía una rueda de prensa normal en
apariencia. Habitual y periódica. Pero una palabra propició una cobertura
informativa imprevista, en principio. Luego, como suele ocurrir con esto de la
Cultura (perdóneseme el empleo de la mayúscula en España), superada la sorpresa
inicial, manos a la cabeza y santoral mentado, minuto televisivo y hueco en
prensa, el olvido se apoderó de la noticia y se optó por solventar el bochorno
corriendo un tupido velo, con la hipócrita complicidad general, o, peor aún,
volviéndonos a tomar por gilipollas. O creyendo que lo somos tanto como quien
lo pretende. La palabra, por cierto, era zarrapastroso.
Hacia
mediados de enero, Víctor García de la Cocha, director del Instituto Cervantes,
ofreció una rueda de prensa para dar cuenta del informe anual El español en el mundo. Que sí, empezó,
que todo fenomenal, que el español se iba extendiendo por el mundo como
alfombras en mercadillo marroquí. Que cada vez estábamos más cerca de los
quinientos millones, y los superábamos, si contábamos a los que lo tenían por
segunda lengua y a los nuevos estudiantes. Entonces llegó el dato negativo. El
uso del español se había empobrecido sobremanera, su calidad había menguado
hasta un estado precario, lamentable, un estado «zarrapastroso». En acepción
primera del DRAE: «Desaseado, andrajoso, desaliñado y roto». Aportando como
causas primigenias la mala o «escasa lectura» y la «deficiente educación».
No
voy a recrearme en la segunda premisa, porque eso daría para otra página larga,
y porque la temática de la decadencia y atrocidad de los programas y sistemas
educativos es harto conocida por usted y por el resto de conciudadanos, pese a que
pongamos escaso empeño en repararlas. En cambio, la primera premisa sí motiva
mi tecleo, ya que esa mala o «escasa lectura» se convierte en el quid de toda
aquella mugre que se vomita encima de la lengua española.
Si
el escribir no es arte que se pergeñe colocando palabras sucesivamente con resuelta
coherencia, el leer no es arte que se condense pasando la vista por ellas,
comprendiendo aproximadamente su sentido y significado. Reducir el objetivo de
la lectura a un mero ejercicio de comprensión denigra la amplitud de sus
cuantiosos beneficios. Reducir el ejercicio de la lectura al contenido del
texto impide extraer el provecho de sus atribuciones. En la lectura, entendida
como arte, hay que recrearse, dedicarle su tiempo y concentrar los sentidos.
Respetar los signos de puntuación y las entonaciones, analizar la morfología y
la sintaxis, preocuparse por buscar en un diccionario aquellos vocablos cuyo
significado se ignore, hacer vibrar emociones y sentimientos; evitar, en
definitiva, un tono neutro o aséptico; dotar de vida la narración, procesando
la información. Y todo simultáneamente, durante el mismo recorrido de la vista
sobre las palabras. De ahí la recreación. Sólo así se podrá sacar la máxima
utilidad a la lectura. Para lograrlo, tan perjudicial es recurrir a narraciones
chapuceras, simples, que únicamente se limitan al contenido, a soltar una
historia comprensible al lector, sin trabajar los demás aspectos de la lengua
(mala lectura); como desatender la necesidad intelectual de leer (escasa
lectura).
Unas
dos semanas después de aquella rueda de prensa, El País publicó el artículo «Lee mucho y (no) escribirás mejor», el
cual (con más pretensiones de réplica que de información, diría yo) daba cuenta
de un proyecto británico que «… perseguía que las instituciones públicas se
preocupasen por hacer más fácil al ciudadano la comprensión de cualquier
información y denunciaba la inutilidad de los textos largos y confusos en
defensa de lo simple y directo». Advertía de que en España no existía
iniciativa semejante y recogía declaraciones de profesores y catedráticos
reivindicadores de una «escritura eficaz», con construcciones sencillas, no
recargadas con subordinadas ni cultismos; lecturas contemporáneas; textos
breves, claros, simplificados… Dejo tecleado, pues, mi patente desacuerdo.
Identifique al cerebro como un músculo que requiere trabajo y esfuerzo, para
perfeccionarse, progresar y aumentar. Requiere lecturas y escrituras dotadas de
algunas dosis de complejidad, para sortear su parálisis, su agarrotamiento…
Excepto que la misión del bendito proyecto, fuera aborregar, para allanar el
control y potenciar la sumisión, la docilidad. Aunque los entrevistados tenían
su razón —lo cortés no quita lo valiente— cuando afirmaban: «Para aprender a
redactar es necesario fijarse en las construcciones de las frases […] para
luego ponerlo en práctica. No basta con leer de corrido y quedarse solo con la
trama…» o «… “a escribir se aprende escribiendo”. “Las diferentes reformas
educativas no han potenciado la escritura y han pasado por alto que es
necesaria en todas las especialidades. El sistema es cada vez menos exigente.
La práctica es imprescindible para escribir buenos textos”». Siempre que tales
aseveraciones no se afinen con los criterios que patrocinan.
Una
buena y abundante lectura ennoblece el intelecto, faculta para expresarse con
precisión y rigor y satisface la avidez de superación personal. El escritor y
el lector, en consecuencia, tienen el deber de cumplir con sus funciones
adecuadamente, por respeto a la lengua española y por compromiso con la propia
evolución humana.
Surdecordoba.com, 31 de marzo de 2016
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