Descuide, no me refiero a los de quien
suscribe. No voy por ahí en plan Julio César, tecleando reflexivamente en
tercera persona. Qué más quisiera. Ahora me detengo en los artículos de don
Julián Marías, fallecido en diciembre de 2005 a la nada despreciable edad de
noventa y un años, porque, a raíz de la reciente publicación de una
recopilación de los míos, he de confesar que, con don Julián, comenzó toda esta
andadura que ya cuenta con cinco años. Cierto que mi predilección por Larra es
incuestionable, no en vano le he dedicado más de uno en el género; pero los
orígenes llegaron después, pasada la pasión del descubrimiento.
Como
modesto homenaje, en las últimas semanas, he releído un puñado de sus artículos
al azar, publicados en ABC, en su
famosa «Tercera» —la mayoría—, de la cual pronto se hizo dueño con
merecimiento, compartiendo página en sus inicios con veteranos de la talla de Azorín.
Don
Julián era el intelectual total. Aventajado discípulo de Ortega y Gasset,
concentró su talento en la Filosofía, aunque quizá como excusa para abarcar
todas las facetas del saber humano, pues sólo comprendiendo la realidad, el
sentido y el saber de la humanidad, se puede comprender la vida misma. Así, don
Julián recurrió al artículo literario o de opinión como mecanismo catalizador
de su vasto intelecto, recensión de una excelsa erudición. Promulgó sus dudas
sobre economía en «Los misterios de la Economía» (25 de agosto de 1951), donde
reconoció que «este artículo sólo descubre mi ilimitada ignorancia económica.
Pero como ésta es compartida por muchos, me extraña que no sientan la misma
perplejidad». Se adentró en los entresijos de la Historia («La reconquista de
Toledo y la “España perdida”», «La magnitud de Hernán Cortés»…), condenando la
injusta exclusividad de la Leyenda Negra a España, cuando, respecto de otros,
«… a nadie se le ha ocurrido negar el valor de esos países o regatear la admiración
que merecen. […] Ha habido, ciertamente, censuras dirigidas a ciertos hechos
concretos, por lo general en un momento breve del tiempo histórico. Nunca ha
habido nada que pueda llamarse, ni remotamente, Leyenda Negra» («La Leyenda
Negra», 15 de febrero de 1984). Y de la Política, aseverando, en «Naciones sin
nacionalismo» (20 de diciembre de 1986), que el nacionalismo «… fue una causa
decisiva, quizá la principal, de la destrucción de Europa durante la segunda
guerra mundial»; recordando que «a veces se pierde de vista que la unidad de Europa es una realidad muy
antigua, que sobrevive a todas las rupturas y escisiones, y que lo necesario, y
ya urgente, es llegar a su unión…»;
si bien, censurando la priorización económica: «Por otra parte, ha predominado
el punto de vista económico, justificado y necesario, pero que no moviliza la
opinión, no provoca el entusiasmo de los pueblos. […] Hacen falta otras
banderas además de la económica». No tardó ni dos años en reprender el sistema
electoral configurado en 1985: «En el caso de España —escribió en «La Ley
Electoral»—, la democracia existe, aunque su funcionamiento real presenta
anormalidades que pueden permitir un deslizamiento hacia formas que significan
su desvirtuación. […] Su mínima justificación inicial [del sistema electoral],
cuando se iba a estrenar, al cabo de más de cuarenta años de suspensión, la
democracia se ha desvanecido». Ahondando en su faceta crítica, advirtió, en «La
sombra de la decadencia» (23 de mayo de 1987), sobre «… el olvido y abandono de
la propia realidad…»; o sobre aquello de que «los progresos técnicos, en sí
mismos espléndidos, estimulan la renuncia al pensamiento, porque se usan
indebidamente» («La escasez del pensamiento», 12 de junio de 1987); o sobre la
necesidad, en «Quedarse» (30 de abril de 2004), de que «cuando en un país se
produce una situación ingrata, acaso peligrosa…», cuando se convierten en
imprescindibles, los intelectuales no deben emigrar, ya que «… hubiesen sido
más creadores en su propio medio, esforzándose por realizar su vocación
contracorriente». Nos aleccionó con que «… la victoria sobre la estupidez o la mentira
se consigue, más que luchando contra ellas, con la afirmación de lo
inteligente, justificado, verdadero. Es importante no hacer caso de lo que no
lo merece, ni siquiera para combatirlo» («No enteramente de este mundo», 27 de
octubre de 1994); o que, a propósito del eterno pesimismo español, «… cuando en
España se habla de Europa, se suele entender exclusivamente aquellas porciones
de ella que en cada momento están en la cima; […] el conocimiento de los países
extranjeros se reducía a sus capitales o sus ciudades más ilustres. […] a sus
excelencias y, en especial, a la versión literaria de ellas o al testimonio de
algunos viajeros deslumbrados» («El pesimismo español», 13 de diciembre de
1983).
Hablar
—o teclear— de don Julián Marías es admirar una fuente inagotable de
ilustración. Tanta que he de emplazar su generosa atención hacia una segunda
entrega. Si le place, claro.
Lucenadigital.com, 1 de abril de 2016
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