sábado, 29 de abril de 2017

Reseña de José Manuel Valle Porras

El profesor e historiador José Manuel Valle Porras publica una generosa y maravillosa reseña sobre Ni piedad ni perdón en su sección "Una biblioteca en la Conchinchina" del número 28 de la revista Saigón, bajo el título "Decencia en tiempos indecentes"... Mi emocionado agradecimiento para el autor.


Decencia en tiempos indecentes
 
Considéreseme a voluntad, ya descaradamente jaquecoso, ya brutalmente honesto.
Julián Valle
 
Julián VALLE RIVAS: Ni piedad ni perdón, UNO Editorial, 2016, 95 pp.
 
Lo llamábamos COU. Era, pese a sus siglas, el último curso de Bachillerato. La iteración de edificio, profesores y materias evidenciaba que se trataba de la prolongación natural de los tres cursos precedentes. Un año más de aquel viejo BUP, cada vez más cerca del olvido. Así nos parecía a los alumnos. O al menos a mí. Pero no a nuestros docentes, quienes desde el primer día de aquel Curso de Orientación Universitaria nos dejaron bien claro que los meses siguientes nos jugábamos mucho. Mejor advertir pronto que llorar demasiado tarde. Y sí, lo consiguieron: la presión se palpaba, Cronos empezó a acelerar –nunca ha dejado de hacerlo desde entonces– y, nueve meses después, llegaron los tres días cruciales. Ese año salió pares y a los de Cabra nos tocó ir a Lucena. Mi padre me acercó en su viejo SEAT 127, el mismo que, burlándose del tiempo y de sus achaques, aún sigue hoy, sin trasplantes ni cirugías apreciables, surcando regularmente el pueblo y sus carreteras. No me acuerdo de mí mismo haciendo los exámenes de Selectividad. Mi memoria es flaca, pero, curiosamente, sí retengo que nos dispusieron por orden alfabético de nuestros apellidos, mezclados indistintamente cabreños y lucentinos. Lo recuerdo porque a mi lado se sentó otro chaval que compartía mi apellido, y al que, sin embargo, no conocía de nada. De Lucena, claro. Le pregunté si tenía familia o antepasados en Cabra. Me dijo que no. Y con razón. Fue un mes después, aquel verano de 1998, cuando, con la generosa guía y confianza de don Manuel Osuna Bujalance, reconstruí mi genealogía en el archivo parroquial de la Asunción y Ángeles, descubriendo, a la postre, que eran en realidad mis Valle los que habían venido desde Lucena, casi trescientos años atrás. El caso es que esa fue la primera ocasión que nos vimos y nos hablamos, la primera en que Julián Valle y yo cruzamos nuestros caminos. Y todo hacía prever que sería la última.
 
La vida, con sus rocambolescas jugadas, gusta de sorprender a los actores de su reparto. Afortunadamente, en esta ocasión se trató de un giro amable y de benéficas consecuencias, en virtud del cual, y aproximadamente una década después de aquellos exámenes de Selectividad, la revista Saigón hizo que Julián y yo nos conociéramos –otra vez–. Y así hasta hoy, permitiéndome disfrutar la amistad de un hombre de principios y convicciones, ilustrado y perspicaz, contundente y a la par sensible. Una persona cuya cultura y discernimiento me han instruido y enriquecido.
 
Entre sus muchas virtudes, una de las tres que más admiro es el dominio que ha alcanzado de nuestra lengua castellana. Porque, en efecto, se trata de una conquista. Las abultadas lecturas, su vocación de autor, la práctica continuada y un meticuloso examen de lo producido, sin olvidar su natural talento, han dotado a Julián Valle de una prosa envidiable. Y de ello puede ser testigo cualquier lector que siga sus aportaciones mensuales a los medios Lucenadigital.com y Surdecordoba.com. Una importante selección de las mismas, publicadas entre 2011 y 2016, ha sido recogida en el volumen Ni piedad ni perdón, opción esta más del agrado de quienes prefieran sacrificar la actualidad de algunos de los textos en el altar de la comodidad y el goce que, hoy por hoy –no se me tome por integrista–, sólo el libro y el papel, y no la pantalla, pueden darnos a muchos de nosotros. Aunque inmolación relativa, añado, por la perennidad del placer estético y de las diversas reflexiones que, a propósito de diferentes temas de la mudable actualidad, hilvana nuestro autor. Y aún podría decir, imbuido de mi deformación profesional, que incluso lo transitorio tiene, para el lector tardío, el interés de lo histórico. Si bien esto último, lo reconozco, es ya cuestión de gustos.
 
El mío es –como ya habrán adivinado ustedes– el de lo delimitado y abarcable, el de lo tangible y añejo. De ahí que, aunque en su día leyera varios de los artículos recogidos en Ni piedad ni perdón, ahora haya disfrutado de todos ellos con el sereno encanto que la página impresa, la luz de la ventana, la taza de té y las pausas pertinentes acostumbran a regalarme. Dicho de otra manera, para mí estos textos han ganado, y no perdido, al lograr, con el tiempo, convertirse en parte de un libro.
 
Pero ya he divagado bastante. El lector, paciente, desea saber de qué tratan estos artículos. Empecemos diciendo que no son periodísticos, sino literarios, como indicó el autor en la magnífica presentación de su obra en el Círculo Lucentino. No buscan la objetividad, sino lo contrario, pero ello unido siempre a la honestidad, y en la tradición de Larra, Julián Marías o Pérez-Reverte, entre otros.
 
La gran mayoría de estos artículos se ocupan de cuestiones políticas y sociales. La crisis económica iniciada en 2008, sus responsables y los efectos de la misma, las revoluciones de la Primavera Árabe, la crisis de los refugiados sirios, los dramas cotidianos del mundo laboral o la violencia doméstica son algunos de los temas más presentes. El lúcido, irreverente y rotundo verbo de Julián Valle nos descubre una intensa sensibilidad por el dolor ajeno y un parejo enfado, inmisericorde, con los responsables del mismo. Y, justamente aquí, damos con uno de los motivos más característicos de su estilo y su carácter: la conjunción de su culta y elaborada prosa con la recurrencia de expresiones directas para aludir a los culpables de nuestros padecimientos. No le duelen prendas para llamarles «cabronazo» o «hijo de puta», así sin más, sin rodeos ni medias tintas, y las veces que haga falta. Justicia pequeña, apenas parcial y muy personal, pero justicia al fin y al cabo.
 
Otros artículos deambulan por las sendas de la literatura, que nuestro autor recorre con profusión, y cargado de razones, pues «los libros son la mejor arma para combatir la mediocridad». Trata sobre autores tan variados como Cervantes; Dumas, de cuyos mosqueteros se declara un perdido enamorado; o nuestro común amigo y poeta Manuel Guerrero, lucentino como él, egabrense –de adopción– como quien ahora escribe. Intuyo que, en su Sancta sanctorum, una de las posiciones preferentes la ocupa Larra, «una víctima de su tiempo», frustrado por su país y crítico con «una España decepcionante», en quien Julián Valle parece percibir el espejo en que buscarse a sí mismo. También importante, aunque acaso no tan íntima, diríase ser su relación con Pérez-Reverte, no sólo por el referente de sus artículos, sino, quizás más, por su libro El maestro de esgrima, del que confiesa que fue el que despertó su hambre de lecturas, motivo por el cual lo ha releído varias veces, y seguirá haciéndolo, «como pago a cuenta de una deuda que jamás podré satisfacer al completo».
 
La cultura del autor no es sólo jurídica –por su formación académica– y literaria. En otros artículos se nos demuestra un profundo y memorioso conocedor del cine, en particular del clásico en su espléndido «Mi ambición rubia», tras cuya lectura nos queda claro que su preferencia por Grace Kelly en perjuicio de Marilyn, o de cualquier otra diva del Hollywood de los 40 a los 60, no es, ni mucho menos, ninguna afirmación hecha a la ligera.
 
Otro de sus temas recurrentes –y definitorios– es el del buen uso de la lengua española, indicio claro del esfuerzo y el mimo dejado en su propia escritura. Pone los puntos sobre las íes no sólo en errores extendidos como el leísmo, el inseguro uso del verbo prever o la sintética y hasta deforme expresión escrita usada en los móviles, sino además en aquellos que son fruto de la intromisión de la política, cual el pasmoso repudio del masculino neutro (reemplazado por el uso de masculino y femenino a la vez, o incluso de la arroba, barbaridad esta última que «es para coger una buena faca albaceteña, bien afilada, o mejor, una falcata mohosa y empezar a rebanar cuellos»), o el empleo de expresiones como violencia de género, en lugar de las más convenientes violencia doméstica, de sexo, o contra la mujer.
 
Uno de los artículos más entretenidos es el dedicado a los supuestos espectros que pueblan la Facultad de Derecho de Córdoba –en la que él estudió–, antaño convento y luego hospital. El autor reconoce no haber topado nunca con estos fantasmas, pero sí con otros, tales el «alumno lameculos capaz de vender su alma a base de incontables peloteos» o profesores «modelo hijo de la gran puta», como, entre otros, aquellos «con la desvergüenza suficiente como para hacer suyos los trabajos de sus alumnos»; otro «que puntuaba respuestas a preguntas de desarrollo con milésimas»; o aquel que le dijo lo siguiente: 
«Comprenda usted que no puedo aprobar a todo el mundo», acompañando sus palabras con un movimiento de hombros, encogiéndolos en una extraña mezcla de impotencia y desdén; a lo cual me hice cargo inmediatamente, faltaría más. Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. Cada cual, chaval –venían a resumir sentencia y gesto–, se jode cuando le toca. No es nada personal.
Estos y otros diversos temas desfilan por las páginas de Ni piedad ni perdón, libro, en suma, ameno, por la diversidad de su contenido; deleitoso, por la virilidad y riqueza de la expresión; y estimulante, por el ímpetu de su crítica. Y no piensen que por amistad añado virtudes, o que, al pertenecer el autor y yo a poblaciones tan vecinas, le reste alguna, al menos a sabiendas. Digo lo que he visto y sentido. Pero, si tuviesen dudas, léanlo. Que, a fin de cuentas, para eso escribo.
 
 
José Manuel Valle Porras
Revista Saigón núm. 28, primavera 2017


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