Pero lo primero es lo primero, ya le tocará el
turno a Franco más adelante. Ahora el Historismo está obligado a declamar sobre
la Constitución de 1931.
Por
virtud constitucional, España se convirtió en una república laica, democrática «…
de trabajadores de toda clase». Y es interesante remarcar el vocablo «trabajadores»,
porque nunca hemos sido mucho de trabajar… Más bien, para no propiciar el
arquetipo, la verdad es que siempre hemos sido de trabajar lo justo. Quiero
decir, aclarando, que hemos sido defensores de trabajar para vivir y no de
vivir para trabajar. Lo cual es bueno, si, al tener trabajo, es posible la
elección. Privilegio idiosincrásico español, ya que estoy y firmo el trámite,
que jamás ha dependido de la forma de gobierno, y sí del gobierno de cada cual…
Por
continuar con el esbozo, la soberanía era popular y destacaba un amplísimo
catálogo de derechos y libertades, donde a los tradicionales de carácter
personal se les sumaron nuevos de naturaleza socio-cultural, y a los
individuales, los colectivos. Además, el Presidente de la República era el Jefe
del Estado —obviamente— y personificaba a la Nación; su elección no era
directa, sino indirecta, conjuntamente por las Cortes y los compromisarios,
quienes sí eran elegidos por sufragio universal (mayores de veintitrés años, de
uno y otro sexo). Las Cortes eran unicamerales, conformadas, en una sapiente
decisión, únicamente por el Congreso de los Diputados. Se recuperaba el Jurado,
pese a que su práctica se delegaría a una ley especial.
Quizá,
lo curioso del texto fundamental de 1931 sea su desprecio hacia el federalismo.
Tanto que, literalmente, estipulaba su artículo 13: «En ningún caso se admite
la federación de regiones autónomas». Repudio expreso tras la advertencia del
primer artículo, el cual significaba a la República como «… Estado integral,
compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones». Fórmula vaga
para superar la estructura provincial del país, sin relegarla del todo; para
reconocer regiones, sin permitir la denominación de estados; para conceder
autonomía, sin atentar contra la unidad de la patria. Un Estado Integral
precedente de nuestro actual Estado Autonómico.
La
extrema laicidad de la Norma Suprema de la Segunda República invocó separación
entre la Iglesia y el Estado al punto de elevar a rango constitucional la
extinción del presupuesto público para el clero, de consuno con la retirada de
toda subvención, y la necesidad de autorización previa para cualquier
manifestación pública de culto. Sólo esto provocó más de un desgarramiento de
sotana y sonada flagelación impulsada por la indignación ante tal infamia. La
clerecía, total, estaba que trinaba, descubriéndose, a la sazón, baldones en
latín de ignorado conocimiento. A la sazón y sin sazonar también, de los de
dura penitencia, vaya. Y luego, para colmo de males, los abyectos padres del
constitucionalismo republicano instituyeron un matrimonio en igualdad de
derechos que podía disolverse. Es decir, se instituía el divorcio. Una
canallada. Civil, al cabo, pues lo unido por Dios no podía, ni puede, separarse
por un pelele… Salvo abultada cuenta corriente, lo cual, perpetuamente, ha
despejado caminos y facilitado metas.
Por
concluir el asunto, la Constitución de 1931, aunque extensa, fue un texto
acorde con su realidad histórico-política, avanzada y progresista. Si bien,
posiblemente, en este acuciante e inmoderado progresismo residió su debilidad.
Porque la república no es un patrimonio exclusivo del ala izquierda de la
política. La república es una forma de gobierno que propugna el imperio de la
ley y un modo de entender la naturaleza de la Jefatura del Estado hacia un
sistema electivo, no vitalicio. Entonces, como existen los republicanos de izquierdas,
existen los de derechas, y los de centro. Estos dos últimos no fueron
debidamente considerados en el articulado constitucional, cuando toda
constitución que se precie, con vocación de perpetuidad, sin coartar su
espíritu y finalidad, ha de aspirar a abarcar un amplio abanico de
sensibilidades, con el complejo equilibrio entre mesura, principios y
objetivos.
Visto
—o tecleado— así, parece que la culpa de la debilidad y posterior caída
republicana fue de la Constitución. Al contrario. El factor decisivo devenía
sempiterno: los españoles, fueran monárquicos o republicanos, seguían siendo
españoles. Los protagonistas de la época no supieron estar a la altura de las
circunstancias, perdiendo la gestión del Estado y la confianza de los
esperanzados. Rencillas de poder, odios, envidias, mezquindades, incultura,
traiciones internas, oligarcas intocables, delaciones… La costumbre. No
pudieron resolver los grandes conflictos: agrario, regional, religioso,
militar, social.
Desbarajuste
aprovechado por fanáticos meapilas, nostálgicos del rosario y de la misa
diaria; llegando el inevitable momento en el cual los rebeldes vilipendiaron el
mando constitucional. El 18 de julio de 1936 un golpe de Estado fracasado
degeneró en una guerra civil cruenta… Pero esto ya es cometido del historiador.
El del historicista es el de pasar la página.
surdecordoba.com, 1 de noviembre de 2014
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