En un mes de febrero nació y murió un maestro
del cine. En ocasiones, el creador queda ensombrecido por su creación: cuando
ésta es tan inmensa que el soplo de vida se reduce a un detalle anecdótico, a
una casual inspiración. Por eso, si menciono a Joseph L. Mankiewicz, tal vez no
le suene de nada. Sin embargo, si cito títulos como Eva al desnudo, La
condesa descalza, De repente, el último verano o La huella, la cosa puede
que cambie.
Joseph
Leo Mankiewicz nació en el estado de Pennsylvania un 11 de febrero de 1909. Su
padre, judío alemán emigrante, fue un reputado profesor, un hombre ilustrado
que inculcó a sus hijos la importancia de la educación, la cultura y el
conocimiento. El mayor de ellos, Herman Jacob, afamado guionista y productor
cinematográfico, nos legó el guión de Ciudadano Kane.
Joseph
no terminaría sus estudios de Psiquiatría, pero nunca se desvincularía de ella.
Se adentró en el Arte, viajo a Berlín, se encariñó con el teatro y el cine,
trabajó como corresponsal y traductor. Concluían los felices años veinte,
cuando su hermano Herman le ofreció probar suerte en Hollywood.
Entró
en Paramount, para saltar rápidamente a MGM, donde colaboró en el oscarizado
guión de El enemigo público número uno (1934), sin reconocimiento personal
por contener la única firma de Arthur Caesar. Continuó su labor como guionista
hasta que Louis B. Mayer le permitió producir sus propios guiones. Cansado de
no poder desempeñar funciones de dirección, abandonó MGM y se unió a 20th
Century Fox. Entonces llegaron El castillo de Dragonwyck (1946), El fantasma
y la señora Muir (1947) o Carta a tres esposas (1949), con la que obtuvo los
premios Oscar al mejor guión adaptado y la mejor dirección. Repetiría el éxito
con Eva al desnudo (1950), galardonada con seis Oscar, incluyendo mejor guión
adaptado, mejor dirección y mejor película. Después se estrenarían Operación
Cicerón (1952), Julio César (1953), La condesa descalza (1954), Ellos y
ellas (1955), El americano tranquilo (1958) o De repente, el último verano
(1959).
Su
desvelo se tituló Cleopatra (1963). Ideada y rodada como dos películas de
tres horas de duración cada una, César y Cleopatra y Antonio y Cleopatra,
conforme al acuerdo con Spyros Skouras, a la sazón presidente de Fox, los
planes se frustraron al cambiar la cabeza de la compañía. Darryl F. Zanuck
sustituyó a Skouras, y ordenó reducir el metraje a una película de cuatro
horas, destrozando el trabajo tanto de dirección como narrativo e
interpretativo, asimismo la estructura, la carga emocional y dramática y la
profundidad en la interrelación de los personajes. Mankiewicz llegó a
repudiarla, a renegar de su autoría.
Agotado
física y psicológicamente, deprimido por no haber podido defender la honra
mancillada de su criatura, tras un trabajo de estudio, no regresó hasta 1967
con Mujeres en Venecia. El día de los tramposos (1970) fue su incursión en
el western y La huella (1972), su despedida cinematográfica.
Decepcionado
con las nuevas corrientes, se retiró de un mundo que ya no era el suyo. «Hollywood
ya no existe —afirmó durante una entrevista en el Festival de Deauville de
1992—. Hollywood se acabó el día en que la MGM subastó todas sus pertenencias.
[…] Los productores han desaparecido. Los escritores se han marchado. Las
grandes estrellas ya no existen. […] le fue bien hasta que confió, ciegamente,
en un nuevo genio instantáneo. Porque en Estados Unidos tenemos genios
instantáneos […]. Hay de todo instantáneo […]. Lo que pasa es que no hay tiempo
para nada. Todo se hace precipitadamente y salen genios instantáneos por todos
lados…» «La verdad es que no estoy interesado, en absoluto, en el mundo de las
galaxias. Soy un realizador que se siente incapaz de dirigir robots, y que no
puede estar pendiente de los ombligos y de las partes privadas de los
protagonistas.» Falleció de un paro cardíaco en Bedford (Nueva York) el 5 de
febrero de 1993.
Joseph
L. Mankiewicz más que un cineasta fue un escritor dedicado al cine. «Los nuevos
directores han cometido un gran error al aprender a hacer cine en escuelas o
universidades. Que se cultiven, que lean, que aprendan de Shakespeare, de
Molière o de Cervantes que han sido formidables guionistas. Que empiecen desde
abajo y se enteren bien de todo lo que pasa detrás de una cámara durante un
rodaje. Así es como se aprende a hacer y a amar al cine, y no teorizando en el
aula de un instituto.» Confirió a sus obras una fuerza de palabra inimitable —yo
sólo he vuelto a presenciar algo parecido actualmente, con Aaron Sorkin—;
armonizó sus guiones con una exquisita sintaxis; perfiló a sus personajes hasta
la plena humanización, ahondado en el límite de sus almas y enfrentándolos en
complejas batallas dialécticas; prescindió de géneros clasificatorios —ni
siquiera su único western se etiquetaría de clásico por los puritanos—; adaptó
magistralmente a novelistas como Graham Greene, y a dramaturgos como William
Shakespeare, Tennessee Williams y Anthony Shaffer.
Un
cine denso, donde las emociones se vigorizan con las ideas, y éstas se
manifiestan a través de las palabras. Donde la mujer, madurada fuera de los
cánones vigentes, lidera indiscutiblemente la obra. Un cine siempre literario:
«Trabajo para un público que va a escuchar mi cine tanto como a verlo. El cine
es un medio de comunicar ideas, sensaciones y reflexiones mediante una
continuidad de efectos visuales.» Un cine placenteramente eterno.
lucenadigital.com, 3 de febrero de 2014
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