jueves, 12 de noviembre de 2015

Mankiewicz

En un mes de febrero nació y murió un maestro del cine. En ocasiones, el creador queda ensombrecido por su creación: cuando ésta es tan inmensa que el soplo de vida se reduce a un detalle anecdótico, a una casual inspiración. Por eso, si menciono a Joseph L. Mankiewicz, tal vez no le suene de nada. Sin embargo, si cito títulos como Eva al desnudo, La condesa descalza, De repente, el último verano o La huella, la cosa puede que cambie.
 
Joseph Leo Mankiewicz nació en el estado de Pennsylvania un 11 de febrero de 1909. Su padre, judío alemán emigrante, fue un reputado profesor, un hombre ilustrado que inculcó a sus hijos la importancia de la educación, la cultura y el conocimiento. El mayor de ellos, Herman Jacob, afamado guionista y productor cinematográfico, nos legó el guión de Ciudadano Kane.
 
Joseph no terminaría sus estudios de Psiquiatría, pero nunca se desvincularía de ella. Se adentró en el Arte, viajo a Berlín, se encariñó con el teatro y el cine, trabajó como corresponsal y traductor. Concluían los felices años veinte, cuando su hermano Herman le ofreció probar suerte en Hollywood.
 
Entró en Paramount, para saltar rápidamente a MGM, donde colaboró en el oscarizado guión de El enemigo público número uno (1934), sin reconocimiento personal por contener la única firma de Arthur Caesar. Continuó su labor como guionista hasta que Louis B. Mayer le permitió producir sus propios guiones. Cansado de no poder desempeñar funciones de dirección, abandonó MGM y se unió a 20th Century Fox. Entonces llegaron El castillo de Dragonwyck (1946), El fantasma y la señora Muir (1947) o Carta a tres esposas (1949), con la que obtuvo los premios Oscar al mejor guión adaptado y la mejor dirección. Repetiría el éxito con Eva al desnudo (1950), galardonada con seis Oscar, incluyendo mejor guión adaptado, mejor dirección y mejor película. Después se estrenarían Operación Cicerón (1952), Julio César (1953), La condesa descalza (1954), Ellos y ellas (1955), El americano tranquilo (1958) o De repente, el último verano (1959).
 
Su desvelo se tituló Cleopatra (1963). Ideada y rodada como dos películas de tres horas de duración cada una, César y Cleopatra y Antonio y Cleopatra, conforme al acuerdo con Spyros Skouras, a la sazón presidente de Fox, los planes se frustraron al cambiar la cabeza de la compañía. Darryl F. Zanuck sustituyó a Skouras, y ordenó reducir el metraje a una película de cuatro horas, destrozando el trabajo tanto de dirección como narrativo e interpretativo, asimismo la estructura, la carga emocional y dramática y la profundidad en la interrelación de los personajes. Mankiewicz llegó a repudiarla, a renegar de su autoría.
 
Agotado física y psicológicamente, deprimido por no haber podido defender la honra mancillada de su criatura, tras un trabajo de estudio, no regresó hasta 1967 con Mujeres en Venecia. El día de los tramposos (1970) fue su incursión en el western y La huella (1972), su despedida cinematográfica.
 
Decepcionado con las nuevas corrientes, se retiró de un mundo que ya no era el suyo. «Hollywood ya no existe —afirmó durante una entrevista en el Festival de Deauville de 1992—. Hollywood se acabó el día en que la MGM subastó todas sus pertenencias. […] Los productores han desaparecido. Los escritores se han marchado. Las grandes estrellas ya no existen. […] le fue bien hasta que confió, ciegamente, en un nuevo genio instantáneo. Porque en Estados Unidos tenemos genios instantáneos […]. Hay de todo instantáneo […]. Lo que pasa es que no hay tiempo para nada. Todo se hace precipitadamente y salen genios instantáneos por todos lados…» «La verdad es que no estoy interesado, en absoluto, en el mundo de las galaxias. Soy un realizador que se siente incapaz de dirigir robots, y que no puede estar pendiente de los ombligos y de las partes privadas de los protagonistas.» Falleció de un paro cardíaco en Bedford (Nueva York) el 5 de febrero de 1993.
 
Joseph L. Mankiewicz más que un cineasta fue un escritor dedicado al cine. «Los nuevos directores han cometido un gran error al aprender a hacer cine en escuelas o universidades. Que se cultiven, que lean, que aprendan de Shakespeare, de Molière o de Cervantes que han sido formidables guionistas. Que empiecen desde abajo y se enteren bien de todo lo que pasa detrás de una cámara durante un rodaje. Así es como se aprende a hacer y a amar al cine, y no teorizando en el aula de un instituto.» Confirió a sus obras una fuerza de palabra inimitable —yo sólo he vuelto a presenciar algo parecido actualmente, con Aaron Sorkin—; armonizó sus guiones con una exquisita sintaxis; perfiló a sus personajes hasta la plena humanización, ahondado en el límite de sus almas y enfrentándolos en complejas batallas dialécticas; prescindió de géneros clasificatorios —ni siquiera su único western se etiquetaría de clásico por los puritanos—; adaptó magistralmente a novelistas como Graham Greene, y a dramaturgos como William Shakespeare, Tennessee Williams y Anthony Shaffer.
 
Un cine denso, donde las emociones se vigorizan con las ideas, y éstas se manifiestan a través de las palabras. Donde la mujer, madurada fuera de los cánones vigentes, lidera indiscutiblemente la obra. Un cine siempre literario: «Trabajo para un público que va a escuchar mi cine tanto como a verlo. El cine es un medio de comunicar ideas, sensaciones y reflexiones mediante una continuidad de efectos visuales.» Un cine placenteramente eterno.

lucenadigital.com, 3 de febrero de 2014

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