sábado, 12 de septiembre de 2015

La más larga

Cuando tecleo estas palabras, supongo que el gobierno de la Generalidad de Cataluña y los acólitos se mantendrán en sus trece con celebrar la consulta independentista. Francamente, estoy deseoso por ver si cumplen. Si tienen arrestos de enfrentarse a un resultado incierto y a un porcentaje de participación enigmático.
 
Alcanzaría a imaginar una participación aceptable, superior al cincuenta por ciento. Alcanzaría a imaginar un resultado favorable a la secesión. ¿Qué ocurriría?
 
Alcanzaría a imaginar a los eficientes constructores de la nueva república catalana levantando fronteras a lo largo de todo el límite regional. Simultáneamente, los bisoños líderes de la nación catalana, los mayores expertos mundiales en diplomacia, prepararían para su negociación sendos acuerdos de unión con la Comunidad Valenciana y Baleares, mientras procurarían el acercamiento de Aragón, buscando reunir el verdadero Estado de Cataluña, el histórico. La extensión primigenia, remontándose a etapas inmemoriales… Si bien, pensándolo mejor, creo que lo primero sería procurar su anexión a la Unión Europea. Por supuesto, la Unión, consecuente con sus políticamente correctas declaraciones, se negaría con rotundidad. Habrase visto, menuda desfachatez. Separarse de un estado miembro y pedir nuestro apoyo y comprensión. Etcétera… Sería así… Al principio… Luego, cuando los efectos analgésicos del tiempo normalizasen la impresión inicial, cuando las protocolarias normas de cortesía se hubiesen sostenido durante un periodo razonable, dejar fuera de la Unión a uno de los principales puertos mediterráneos, a uno de los núcleos de industrialización, turismo y vanguardia continentales, pues, qué quiere, no sería buena idea.
 
Por tanto, resuelto el problema de asuntos exteriores, a la espera de la decisión valenciana, balear y aragonesa —no es cuestión de lanzar un ejército de reconquista, por favor; Cataluña es un país civilizado, no Ucrania, o Rusia—, tocaría perfilar la situación interna. Por descontado, el idioma oficial sería el catalán, con la enseñanza del inglés en las escuelas a modo de segundo al mando —no se puede amparar a una legua opresora, como el castellano, o español, envenenadora de las raíces patrias del catalanismo—. Bandera, escudo e himno también son puntos cerrados. La duda a mí me surge con la organización territorial. Y dos modelos prácticos a escoger: el federal o el regional centralizado. Igualmente está el pequeño detalle de la moneda. Esto no es separarse y tirar de euro de manera transitoria. Y dónde cotizarán las empresas catalanas. Ésta es otra. Con domicilio social en territorio aún no reconocido internacionalmente, operarían en el limbo bursátil. No obstante, los llamados «mercados» no son otra cosa que un espacio indefinido, ajeno a régimen alguno… Todo el proceso, en definitiva, sería un adiós, lamento haberlo conocido, con sus más y sus menos, y sus flecos por pespuntar.
 
Pero alcanzaría a imaginar una participación ridícula, inferior al treinta y cinco por ciento, con un resultado conforme con la independencia. Aquí se meterían los gobernantes de la Generalidad, y sus acólitos, en un marrón de padre y muy señor mío. Es decir, se hallarían ante un sí desanimado, escasamente arropado. Debilitado, sin carácter ni fuerza para sostener el peso del cambio. Y los anfitriones de la fiesta obligados a enfrentarse a un accidente del carajo.
 
Particularmente, España siempre ha sido —y no tiene pinta de cambiar— un serrallo de carretera. Una cofradía de mercenarios donde cada cual ha ido a lo suyo, donde los intereses del momento marcan las pautas a seguir. Y los catalanes, por muy catalanes que se sientan, y mucha señera estrellada, y mucha patria subyugada, conservan en su naturaleza —quizá muy hondo— ese temperamento hispánico que terminará aflorando. Llegará el día en el cual, dentro del Estado de Cataluña, vocearán insurrectos que clamarán por su región o pueblo, aportando datos históricos acomodados y genealogías de la época tarraconense. Entonces, a quien le toque, recogerá lo que le corresponda.
 
Mañana, con indiferencia hacia la figura del mapa que se digne a aparecer en el atlas, España continuará siendo España, con su plaga de fanatismo, incultura, rencor, envidia y egoísmo. Una España sectaria, de bandos, partidos y etiquetas. Ridícula hasta el punto de que se abogue por un referéndum consultivo, una consulta no vinculante. Estulticia bochornosa, porque, consideraciones geográficas aparte, si la soberanía reside en el pueblo, su opinión es sagrada. Ni legítimo ni legal es que el Ejecutivo obre contra la decisión del pueblo adoptada en referéndum, vestido con el nombre que se vista. El referéndum se celebra o no. Sin eufemismos, ni puntos intermedios. Y, celebrado, tocará asumir las consecuencias.
 
Aunque, al final, los políticos, quienes sólo son el reflejo de los ciudadanos, en este asunto de la consulta independentista, puede que pretendan la admiración popular, prefacio de toda leyenda, ignorando la prioridad del respeto que ya proclamara Rousseau. Al final, puede que todo se reduzca a una competición por ver quién la tiene más larga… Aun así, como tecleaba, deseoso estoy por ver qué pasa.

lucenadigital.com, 1 de agosto de 2014

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