Cuando tecleo estas palabras, supongo que el
gobierno de la Generalidad de Cataluña y los acólitos se mantendrán en sus
trece con celebrar la consulta independentista. Francamente, estoy deseoso por
ver si cumplen. Si tienen arrestos de enfrentarse a un resultado incierto y a
un porcentaje de participación enigmático.
Alcanzaría
a imaginar una participación aceptable, superior al cincuenta por ciento.
Alcanzaría a imaginar un resultado favorable a la secesión. ¿Qué ocurriría?
Alcanzaría
a imaginar a los eficientes constructores de la nueva república catalana
levantando fronteras a lo largo de todo el límite regional. Simultáneamente,
los bisoños líderes de la nación catalana, los mayores expertos mundiales en
diplomacia, prepararían para su negociación sendos acuerdos de unión con la
Comunidad Valenciana y Baleares, mientras procurarían el acercamiento de
Aragón, buscando reunir el verdadero Estado de Cataluña, el histórico. La
extensión primigenia, remontándose a etapas inmemoriales… Si bien, pensándolo
mejor, creo que lo primero sería procurar su anexión a la Unión Europea. Por
supuesto, la Unión, consecuente con sus políticamente correctas declaraciones,
se negaría con rotundidad. Habrase visto, menuda desfachatez. Separarse de un
estado miembro y pedir nuestro apoyo y comprensión. Etcétera… Sería así… Al
principio… Luego, cuando los efectos analgésicos del tiempo normalizasen la
impresión inicial, cuando las protocolarias normas de cortesía se hubiesen
sostenido durante un periodo razonable, dejar fuera de la Unión a uno de los
principales puertos mediterráneos, a uno de los núcleos de industrialización,
turismo y vanguardia continentales, pues, qué quiere, no sería buena idea.
Por
tanto, resuelto el problema de asuntos exteriores, a la espera de la decisión
valenciana, balear y aragonesa —no es cuestión de lanzar un ejército de
reconquista, por favor; Cataluña es un país civilizado, no Ucrania, o Rusia—,
tocaría perfilar la situación interna. Por descontado, el idioma oficial sería
el catalán, con la enseñanza del inglés en las escuelas a modo de segundo al
mando —no se puede amparar a una legua opresora, como el castellano, o español,
envenenadora de las raíces patrias del catalanismo—. Bandera, escudo e himno
también son puntos cerrados. La duda a mí me surge con la organización
territorial. Y dos modelos prácticos a escoger: el federal o el regional
centralizado. Igualmente está el pequeño detalle de la moneda. Esto no es
separarse y tirar de euro de manera transitoria. Y dónde cotizarán las empresas
catalanas. Ésta es otra. Con domicilio social en territorio aún no reconocido
internacionalmente, operarían en el limbo bursátil. No obstante, los llamados «mercados»
no son otra cosa que un espacio indefinido, ajeno a régimen alguno… Todo el
proceso, en definitiva, sería un adiós, lamento haberlo conocido, con sus más y
sus menos, y sus flecos por pespuntar.
Pero
alcanzaría a imaginar una participación ridícula, inferior al treinta y cinco
por ciento, con un resultado conforme con la independencia. Aquí se meterían
los gobernantes de la Generalidad, y sus acólitos, en un marrón de padre y muy
señor mío. Es decir, se hallarían ante un sí desanimado, escasamente arropado.
Debilitado, sin carácter ni fuerza para sostener el peso del cambio. Y los
anfitriones de la fiesta obligados a enfrentarse a un accidente del carajo.
Particularmente,
España siempre ha sido —y no tiene pinta de cambiar— un serrallo de carretera.
Una cofradía de mercenarios donde cada cual ha ido a lo suyo, donde los
intereses del momento marcan las pautas a seguir. Y los catalanes, por muy
catalanes que se sientan, y mucha señera estrellada, y mucha patria subyugada,
conservan en su naturaleza —quizá muy hondo— ese temperamento hispánico que
terminará aflorando. Llegará el día en el cual, dentro del Estado de Cataluña,
vocearán insurrectos que clamarán por su región o pueblo, aportando datos
históricos acomodados y genealogías de la época tarraconense. Entonces, a quien
le toque, recogerá lo que le corresponda.
Mañana,
con indiferencia hacia la figura del mapa que se digne a aparecer en el atlas,
España continuará siendo España, con su plaga de fanatismo, incultura, rencor,
envidia y egoísmo. Una España sectaria, de bandos, partidos y etiquetas.
Ridícula hasta el punto de que se abogue por un referéndum consultivo, una
consulta no vinculante. Estulticia bochornosa, porque, consideraciones
geográficas aparte, si la soberanía reside en el pueblo, su opinión es sagrada.
Ni legítimo ni legal es que el Ejecutivo obre contra la decisión del pueblo
adoptada en referéndum, vestido con el nombre que se vista. El referéndum se
celebra o no. Sin eufemismos, ni puntos intermedios. Y, celebrado, tocará
asumir las consecuencias.
Aunque,
al final, los políticos, quienes sólo son el reflejo de los ciudadanos, en este
asunto de la consulta independentista, puede que pretendan la admiración
popular, prefacio de toda leyenda, ignorando la prioridad del respeto que ya
proclamara Rousseau. Al final, puede que todo se reduzca a una competición por
ver quién la tiene más larga… Aun así, como tecleaba, deseoso estoy por ver qué
pasa.
lucenadigital.com, 1 de agosto de 2014
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