La primavera concluyó con un acontecimiento
histórico para nuestra generación. La proclamación de un nuevo Rey no es algo
que se vea todos los días. Su escasa frecuencia condiciona la atención
extraordinaria. Es como la elección de un Papa, la caída de un imperio o el
reconocimiento de sus errores por parte de un político. Y, al margen de la
pompa protocolaria, emociona ser testigo de un hecho que quedará grabado para
los anales, e impreso para ser estudiado por nuestros descendientes. Un hecho
que se ha venido produciendo a lo largo de los siglos en varios países del
mundo por golpe de trascendencia: muerte, renuncia, conquista… Derecho de
sangre, sea familiar, sea vertida en campo de batalla o en marmóreos salones
adornados con tapices de paño fino. Derecho divino o derecho escrotal, aquél
impuesto por el que tolera lo intolerable o por los cojones del caudillo de
turno. O, simplemente, transmisión constitucional.
Ciertamente,
habrá quien prefiera que la sucesión en la Jefatura del Estado sea un evento
más habitual, no por fallecimiento o abdicación del titular, sino por el
carácter electivo de la institución. Habrá quien prefiera que España sea una
república. Lo cual es legítimo y respetable, aunque no lo comparta.
Desde
el nombramiento de Adolfo Suárez, la aprobación de la Ley para la Reforma
Política, la vigencia de la Constitución de 1978 y, sobre todo, desde el «23-F»,
los españoles —al menos, la mayoría— no se han considerado monárquicos, se han
considerado juancarlistas. Hasta el punto de instalarse como opinión general
que el Rey Felipe VI deberá ganarse la consideración y afecto de los
ciudadanos, haciendo de nosotros felipistas. Quien suscribe, ante tamaño reto
real —si poner de acuerdo a dos españoles ya es difícil, imaginemos a millones—,
tan sólo espera que el nuevo monarca no se vea en la obligación de cuadrar a
militares golpistas, como hiciera su padre.
Los
mentideros matritenses difunden que el logro a alcanzar por Felipe VI para conseguir
la simpatía necesaria será convencer a la plaga de arrogantes y bajunos
políticos para una reforma constitucional. Y no es que no haga falta. Al
contrario.
Pero
tecleaba que no era yo partidario de la forma de gobierno republicana para
España. En torno a esto, resultan superfluos argumentos como que bajo el
reinado de Juan Carlos I hemos vivido la mayor etapa de esplendor, paz y
prosperidad de nuestra Historia; o que Juan Carlos I ha sido el mejor rey de
toda la larga lista de reyes que reinaron en el Reino. Exposiciones manidas
que, he de reconocer, yo mismo he empleado en alguna ocasión, patinando con
ello. Insustanciales y estultas, porque implican olvidar grandes méritos de
otros reyes que fueron. Egregias grandezas políticas, militares, económicas y
culturales que llevaron a España a, por ejemplo, dominar más de medio planeta,
o disponer de un Cervantes, o mostrar un Goya.
La
razón principal de optar por la monarquía como forma de gobierno se debe a que,
en este país cainita, inculto, pícaro, envidioso y egoísta, la Jefatura del
Estado, el más alto y cardinal órgano, no puede quedar sometida a las
despreciables peleas infantiles, cargadas de frivolidad e ignorancia castiza,
de los partidos políticos. A soportar cada cuatro o cinco años otro cruce de
estupideces, electorales o no. Además, si de mantenidos de trata, ahí
encontramos a quienes hipócritamente buscan nuestro voto con el interés de
conservar el estatus; sin obviar que será mejor mantener a una familia con una
vida que a varias con sus correspondientes; máxime, siendo conscientes de que,
pese a la pensión, formarán parte de los consejos de administración de
destacables empresas.
En
cuanto a la unidad nacional, la idiosincrasia individualista coterránea parece
plantear su antinaturalidad, si bien resulta curioso el giro republicano
(republicanismo de verdad, no de papel). Mientras que tanto el proyecto
constitucional de 1873, con su federalismo, como la Constitución de 1931, con
su regionalismo, defendían la unidad territorial de España, hoy se legitima la
libre decisión de los pueblos que integran el país; con todas sus
consecuencias, se entiende, creo.
De
cualquier manera, sin desatender a lo anterior, abogar por mi predilección
monárquica supondría coartar mi honestidad. Defiendo, sinceramente, una forma
política configurada por la monarquía parlamentaria. Así, escojo la actual, no
la de antaño, no una rancia, colmada de viejos ideales. Escojo una monarquía
representativa, democrática, símbolo de la unidad y permanencia del Estado,
mediadora, moderadora y aconsejadora. La plasmada en nuestra Constitución con
un articulado óptimo, para esta época.
Si el
problema es la naturaleza vitalicia del cargo, junto con un considerable número
de munícipes, sé de diputados (nacionales, autonómicos, provinciales) y
senadores que, amparados en un sistema electoral provincial y vetusto, lo son
desde que tengo memoria, convirtiendo en profesión un servicio público. Y, como
son votados, a nadie parece importarle.
lucenadigital.com, 1 de septiembre de 2014
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