sábado, 12 de septiembre de 2015

Jefatura del Estado

La primavera concluyó con un acontecimiento histórico para nuestra generación. La proclamación de un nuevo Rey no es algo que se vea todos los días. Su escasa frecuencia condiciona la atención extraordinaria. Es como la elección de un Papa, la caída de un imperio o el reconocimiento de sus errores por parte de un político. Y, al margen de la pompa protocolaria, emociona ser testigo de un hecho que quedará grabado para los anales, e impreso para ser estudiado por nuestros descendientes. Un hecho que se ha venido produciendo a lo largo de los siglos en varios países del mundo por golpe de trascendencia: muerte, renuncia, conquista… Derecho de sangre, sea familiar, sea vertida en campo de batalla o en marmóreos salones adornados con tapices de paño fino. Derecho divino o derecho escrotal, aquél impuesto por el que tolera lo intolerable o por los cojones del caudillo de turno. O, simplemente, transmisión constitucional.
 
Ciertamente, habrá quien prefiera que la sucesión en la Jefatura del Estado sea un evento más habitual, no por fallecimiento o abdicación del titular, sino por el carácter electivo de la institución. Habrá quien prefiera que España sea una república. Lo cual es legítimo y respetable, aunque no lo comparta.
 
Desde el nombramiento de Adolfo Suárez, la aprobación de la Ley para la Reforma Política, la vigencia de la Constitución de 1978 y, sobre todo, desde el «23-F», los españoles —al menos, la mayoría— no se han considerado monárquicos, se han considerado juancarlistas. Hasta el punto de instalarse como opinión general que el Rey Felipe VI deberá ganarse la consideración y afecto de los ciudadanos, haciendo de nosotros felipistas. Quien suscribe, ante tamaño reto real —si poner de acuerdo a dos españoles ya es difícil, imaginemos a millones—, tan sólo espera que el nuevo monarca no se vea en la obligación de cuadrar a militares golpistas, como hiciera su padre.
 
Los mentideros matritenses difunden que el logro a alcanzar por Felipe VI para conseguir la simpatía necesaria será convencer a la plaga de arrogantes y bajunos políticos para una reforma constitucional. Y no es que no haga falta. Al contrario.
 
Pero tecleaba que no era yo partidario de la forma de gobierno republicana para España. En torno a esto, resultan superfluos argumentos como que bajo el reinado de Juan Carlos I hemos vivido la mayor etapa de esplendor, paz y prosperidad de nuestra Historia; o que Juan Carlos I ha sido el mejor rey de toda la larga lista de reyes que reinaron en el Reino. Exposiciones manidas que, he de reconocer, yo mismo he empleado en alguna ocasión, patinando con ello. Insustanciales y estultas, porque implican olvidar grandes méritos de otros reyes que fueron. Egregias grandezas políticas, militares, económicas y culturales que llevaron a España a, por ejemplo, dominar más de medio planeta, o disponer de un Cervantes, o mostrar un Goya.
 
La razón principal de optar por la monarquía como forma de gobierno se debe a que, en este país cainita, inculto, pícaro, envidioso y egoísta, la Jefatura del Estado, el más alto y cardinal órgano, no puede quedar sometida a las despreciables peleas infantiles, cargadas de frivolidad e ignorancia castiza, de los partidos políticos. A soportar cada cuatro o cinco años otro cruce de estupideces, electorales o no. Además, si de mantenidos de trata, ahí encontramos a quienes hipócritamente buscan nuestro voto con el interés de conservar el estatus; sin obviar que será mejor mantener a una familia con una vida que a varias con sus correspondientes; máxime, siendo conscientes de que, pese a la pensión, formarán parte de los consejos de administración de destacables empresas.
 
En cuanto a la unidad nacional, la idiosincrasia individualista coterránea parece plantear su antinaturalidad, si bien resulta curioso el giro republicano (republicanismo de verdad, no de papel). Mientras que tanto el proyecto constitucional de 1873, con su federalismo, como la Constitución de 1931, con su regionalismo, defendían la unidad territorial de España, hoy se legitima la libre decisión de los pueblos que integran el país; con todas sus consecuencias, se entiende, creo.
 
De cualquier manera, sin desatender a lo anterior, abogar por mi predilección monárquica supondría coartar mi honestidad. Defiendo, sinceramente, una forma política configurada por la monarquía parlamentaria. Así, escojo la actual, no la de antaño, no una rancia, colmada de viejos ideales. Escojo una monarquía representativa, democrática, símbolo de la unidad y permanencia del Estado, mediadora, moderadora y aconsejadora. La plasmada en nuestra Constitución con un articulado óptimo, para esta época.
 
Si el problema es la naturaleza vitalicia del cargo, junto con un considerable número de munícipes, sé de diputados (nacionales, autonómicos, provinciales) y senadores que, amparados en un sistema electoral provincial y vetusto, lo son desde que tengo memoria, convirtiendo en profesión un servicio público. Y, como son votados, a nadie parece importarle.

lucenadigital.com, 1 de septiembre de 2014

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