Creyó don Leopoldo (O’Donnell) que sería como
Julio César, «veni, vidi, vici», y escribiría sus batallitas en tercera persona
del singular. Así que empezó fuerte. Por seguir llevándole la contraria a la
planificación política de Espartero, decretó que la Constitución válida era la
de 1845. Mantuvo su vigencia, con unos retoques, improntas de unos deseos
personales ajustados al tiro de sus cojones. Quiero decir que consiguió
incorporar alguna enmienda a la Constitución sin verse obligado a darle la
razón a su antecesor, y redactarla según su dictado. Se denominó «Acta
Adicional», y se pegó al texto constitucional del 45 como un mal parche de
refuerzo. Non vici, abreviando mucho. A los tres meses, O’Donnell ya había
perdido la confianza regia, quien lo puso de patitas en la calle. Ramón María
Narváez fue nombrado Presidente del Consejo de Ministros por quinta vez.
Le
quedarían otras dos al «Espadón de Loja». Pero por partes, porque en los
siguientes doce años se iría cociendo a fuego lento una revolución de las
buenas, de esas que tanto gustaban (¿gustan?) en las Españas, una revolución
con mayúscula, una traca de época: la Revolución de 1868.
Sin
embargo, el interés de este Historismo fasciculado y mi real gana me imponen
compendiar tan divertido período docenal de nuestra fascinante —a la par,
patética— Historia de un tirón, con respiración ajustada. Atención. Tomo aire.
Narváez
duró un año; a los dos días de la jura derogó el Acta Adicional mediante un
Real Decreto cuyo prólogo se preocupó mucho de besar los rechonchos, aunque
magnánimos, pies reales, exponiendo poco menos que la sanción de Su Majestad se
había extendido con una pistola apuntando a su cabeza. Tres meses antes de su
caída, en julio de 1857, pasados los ardores justificadores del cambio, se
concluyó que, al final, sí que era necesaria una pequeña reforma constitucional;
se aprobó por ley, tocando seis artículos del texto fundamental patrio. En los
meses siguientes, dos presidentes, Francisco Armero y Francisco Javier de
Istúriz, se encargaron del mantenimiento del sillón ministerial, bien limpito y
conservado el terciopelo, a la espera del retorno de Leopoldo O’Donnell, quien,
para alentar el desánimo nacional, hizo, a falta de programas concurso y
seriales televisivos, lo que mejor se le daba: declaró la guerra a Marruecos;
el asunto se resolvió por la vía sumaria, y añadió un nuevo ducado al legado de
sus descendientes. Como pasaba el tiempo sin nada de interés destacable dentro
de nuestras fronteras, el de Lucena (Lucena del Cid, ojo), ahora también de
Tetuán, se aburría más que el conde de Montecristo en el castillo de If, que ya
era aburrirse; entonces, emulando a su empático compañero de grandeza
nobiliaria, planificó una añagaza, no por venganza, sino por reírnos y
alegrarnos la vida: una expedición científica por el Pacífico Sur. La aventura,
flanqueada por navíos militares, ocultaba la exhibición del poderío castrense y
la contención de las insurrecciones americanas. Y vaya si nos reímos. Nos
estuvimos riendo con la cuchufleta, entre combates y armisticios, veinte años.
Ya que el chiste se había vislumbrado malo desde el principio, O’Donnell fue
cesado, llamándose a Manuel Pando, avalado por la defensa cubana frente a los
yanquis. Le vino grande el traje, y, por comprobar si el problema estaba en
dominar con soltura los entresijos del Derecho Romano, como si de un experimento
se tratara, se procuró la suerte cediéndoselo al catedrático y Presidente del
Tribunal Supremo Lorenzo Arrazola, a quien aguantaron mes y medio; en cambio,
Alejandro Mon, en sus seis meses de mandato, pergeñó una nueva e irrelevante
modificación constitucional. A todo esto, Antonio Cánovas del Castillo ya había
portado, con Gobernación, su primera cartera ministerial. Empero ni siquiera
Dios enviando de nuevo a su Hijo hubiera —o hubiese— arreglado la debacle que
nos guarreaba medio cuerpo. Se tiró de banquillo. Narváez: sexta jura. Pese a,
la tendencia moderada persistía en las instancias políticas. Quizá por ello,
Narváez fue depuesto, dada su excesiva dureza durante la represión estudiantil
de la Noche de San Daniel (10 de abril de 1865), para, después, firmarse la
misma disposición con O’Donnell —jaquecoso juego de alternancias contra el cual
todavía no hemos hallado aspirina eficaz alguna—, debido a su blandura respecto
de los amotinados del cuartel de San Gil (22 de junio de 1866), auspiciados por
los progresistas; destituidos ambos, en definitiva, por no practicar, como
mandaban los cánones, el justo medio, santo y seña del moderantismo. Mientras
los sublevados de San Gil se fortalecían, sentando las bases revolucionarias en
Ostende, Narváez había accedido a la Presidencia del Consejo de Ministros por
última vez, pues fallecería en abril de 1868, no sin antes tener que apechugar
con una crisis económica, agravada por otra de subsistencias.
Ah,
tales vicisitudes y pormenores queden inmediatamente supeditados a la
competencia de la Historia, y margínense del presente Historismo. Lo ordeno y
firmo.
surdecordoba.com, 3 de abril de 2014
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