La
puntualidad se asume con arbitrariedad. Los cinco minutos de cortesía se
convierten en quince minutos de insolencia, rayanos la media hora de plante.
Pero, en última instancia, un plantón no es más que una planta grande que
sombra sólo el ego y la íntima confianza del afectado. El problema viene cuando
el destiempo genera consecuencias irreparables, cuando pretendemos hacer creer
que no podía haberse hecho nada por evitarlas o cuando aprovechamos para
erigirnos en hipócritas paladines de causas ajenas, procurando, cuales cobardes
Pilatos, una declaración de inocencia por parte de la muchedumbre enfurecida,
quien clama, agitando el puño al cielo con indignación, la cabeza de un turco
donde abandonar su sed de justicia —o venganza—. Un mártir distorsionado por la
tendencia hacia la ceguera de la ira, transfigurándolo en porteador de culpas.
Un cruce mal señalizado, un viejo
edificio ruinoso por desatender su conservación, un litoral absorbido por la
decoración urbanística, una pasividad vecinal ante la violencia de sexo, un
consentimiento a la vida poco saludable, una indisciplina educativa o una
ausencia de crítica social por temor a contravenir los sacrosantos parámetros
de lo políticamente correcto son algunos de los múltiples ejemplos con feos
culminantes, de no atajarse en el momento oportuno. Después, vendrán los
lamentos y las lágrimas de rigor, por aquello del qué dirán; vendrá lo de
podríamos habernos dedicado a esto o a lo otro, con mucha remarcación de acento
agudo en el condicional. Y el caso es que el muerto seguirá en el hoyo y el
vivo, con su bollo.
De la segunda categoría, delicados
ejemplos encontramos, por desgracia, en la actualidad. Morosos hipotecarios
desahuciados, cláusulas abusivas en préstamos, venta de productos de riesgo a
particulares medios —estafados o no— o corruptos de la profesión política
acaparan el núcleo reciente de adversos resultados en este segundo desglose de
destiempos. Ahora, comienza a modificarse la legislación, a reordenar el marco
normativo —acción inútil y engañosa, la verdad; de voluntad claramente
demagógica—, o a sentar jurisprudencia como arma ofensiva. Sin embargo, el
hecho es que las premisas de las cuales germinaron los jardines donde andamos
metidos eran legales, y simplemente hubiera bastado con introducir los cambios
legislativos en sazón. Más o menos, mucho antes de que todo se fuera al carajo.
Por soltar un puñado de datos puntuales: la Ley Hipotecaria es de 1946; la Ley
sobre Condiciones Generales de la Contratación, de 1998; la Ley del Suelo, un
texto refundido de 2008; la Ley General para la Defensa de los Consumidores y
Usuarios, uno de 2007; y la Directiva europea, la de hodierna moda, data de 1993.
Revisiones las hubo, sí; aunque
ninguna pretendió jamás orientarse hacia el derrocamiento de las bochornosas
bases que se estaban cimentando. Por tanto, no vayan a venirnos con lo de que
no se podía haber hecho nada para evitarlo. Porque es falso, y porque no
alcanzamos tal grado de estupidez. Creo. Si bien a veces lo dude. No es
cuestión de ocultarlo, a estas alturas de la película.
Mención aparte merece la reseña de la
corrupción política. Malo es tomarla por profesión (la política), permaneciendo
inmóviles los dedos para impedirlo, colmando concebir que un concejal —o
cualquier otro político— pueda permitirse viajes al Caribe, coches de lujo,
trajes de diseño a medida y un chalé en la sierra. Ahí hay, fijo, como poco, un
minino encerrado. Dos, posiblemente.
Dentro de este panorama destemporal,
quizá lo peor sea la desconfianza, la pérdida de credibilidad y el desprestigio
sentidos por una colectividad cansada y un pelín enconada. Difícilmente
remisibles, dentro de toda sociedad avanzada, preciada de serlo. La longitud
del avance dependerá, como siempre, de los ciudadanos integrantes.
Irrumpiendo en el terreno de los
trasuntos del prefecto romano, resulta curioso atestiguar el salto a primera
línea, preferiblemente delante de focos, flashes y cámaras, de abogados,
profesores y catedráticos de Derecho, notarios, registradores o políticos
—éstos por contradecir a quienes no son sus correligionarios—, denunciando el exceso
e injusticia de las normas cuyos prejuicios son objeto de noticia… Ya gozaban
de estas aberrantes cualidades hace diez años. Añaden que lo advirtieron en su
día. Y sí, hubo quien lo hizo. También quien garantizó la comprensión de las
cláusulas contractuales por las partes intervinientes, incluyendo a parejas
veinteañeras sin apenas estudios. Lo que ocurre, concluyen todos con la jofaina
bien cerca, es que la pelota se hallaba en el tejado del Legislador.
Concretando el grupo político, para rematar la comparecencia, que el término
Legislador únicamente implica, faltaría más, a los del partido contrario.
Las secuelas, en fin, aun de alcance general, repercuten
cardinalmente sobre los más indefensos y desfavorecidos. Nos toca, entonces,
pelear y padecer, porque volvimos a llegar tarde. Porque sufrimos la cruel
condena del destiempo.
lucenadigital.com, 1 de septiembre de 2013
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