Hace
más de dos años, en esta misma casa, publiqué un artículo titulado «La libertad
y la periodista». Reflexionaba entonces sobre las consecuencias del alzamiento
popular en Egipto y la violación de una periodista en medio de la lucha por la
libertad. Manifestaba, además, mis reservas hacia la clase de libertad que
podría surgir de todo aquello. Cautelas vertebradas al contemplar a una
multitud exigiendo algo que desconocía. O no llegaba a entender. O cada cual
podía entenderlo a su manera.
No erré demasiado. Mohamed Morsi
resultó ser lo que vendía: un islamista cuya idea de Estado de Derecho se
ubicaba entre los límites del Corán, sin otras pretensiones que desarrollar su
programa político, con el que concurrió a unas elecciones democráticas,
constituyendo un estado islámico sobre la base del radicalismo religioso. Un
radicalismo, por otra parte, del que los instruidos en el cristianismo sabemos
un poco. Sirva acudir a la Historia y documentarse en temas como las Cruzadas o
la Inquisición, por ejemplo. Cristianismo que se radicaliza como modo de
protección, cuando se siente amenazado, o como modo de ataque, cuando es
agredido. Tal vez por ello se radicalizara el islam —religión posterior al
cristianismo—, porque los cristianos le dimos, y le seguimos dando, demasiado
por el culo. Aunque psicópatas los hay en todas partes y, por desgracia, muchos
lideran y gobiernan… Pero esto es ya otro asunto.
Volviendo a Egipto, resulta curiosa
la facilidad con la que se puede destituir a un presidente democráticamente
elegido —democrática al menos en apariencia—. ¿Acaso se podría esperar una
clase diferente de política? La senda tomada por Morsi, marcando el giro del
país, era la esperada.
En esencia, aun siendo un sistema
imperfecto, la democracia es el gobierno del pueblo, de la mayoría del pueblo;
si bien hay que oír y respetar a las minorías. Quien preside una nación lo hace
al amparo de una mayoría que comulga con su ideología y lo elige para ocupar el
cargo. La minoría, evidentemente, estará en desacuerdo, pero debe acatar la
decisión mayoritaria. Lo que no cabe es ir contra la democracia, enconarse y
patalear hasta imponer por la fuerza el criterio, lo cual conduce a
desestabilizar el sistema, acabando por destruirlo. Si el ideario del partido
es inconstitucional, antidemocrático, vicia el entramado institucional
civilizado o viola la Declaración Universal de los Derechos Humanos, lo
procedente es impedir su acceso al sufragio pasivo. Alcanzar el poder sólo denota
una terrible realidad: un gran número, una mayoría, de ciudadanos se rige por
los mismos principios.
Si el brazo político de un grupo
terrorista logra representación institucional, es por el apoyo de un
considerable número de votantes. Si Hitler —quien ya en campaña abogaba por el
exterminio judío— consiguió el poder, fue también por el voto emitido a través
de las urnas (interprétese como elemento destacable, no único). Sin embargo,
claro está, no se puede juzgar y condenar a todo un pueblo.
Algo semejante a lo dicho —o lo
escrito—, junto con algunos factores más, ocurre ahora en Siria. Bashar al-Asad
podrá ser un dictador —entrando en quisquillosidades semánticas se podría
recurrir a otra palabra—, o de hecho lo es, pero la alternativa es Al Qaeda o
los Hermanos Musulmanes, que gritan libertad cuando desconocen su verdadero
significado. Su comprensión del término no va más allá de justificar su guerra
por el poder y de aplicar su forma de vida y de concebir las relaciones
humanas, de dudosa conexión con el siglo hodierno. Así pues, no buscan o luchan
por la libertad, sino por la particular visión que de ella tienen, por el
retorcido concepto que de ella tienen.
Cabría considerar, contando con el
precedente egipcio, si Bashar al-Asad no sería la opción menos mala,
consiguiendo, por ende, una alianza internacional propicia a moderar y cambiar
conductas, a día de hoy, condenables. O sea, si teniendo presentes los
sucesores al trono disponibles, no convendría moldear el statu quo del régimen
de al-Asad, confiando en la maleabilidad de una corona depositada sobre el
advertido de su prescindencia, a la espera de candidatos más adecuados,
preparados y capaces.
Creo, y es una mera cuestión
intuitiva, que todo esto debe rondar por la cabeza de los líderes mundiales, de
por sí, merced a la coyuntura de crisis económica, un tanto reacios a la
intervención armada.
En cualquier caso, yo soy partidario de que cada pueblo
sea dueño de su destino, sin injerencias de terceros, salvo que se vean
salpicados. No obstante, como requisito previo a la sedición, ha de imperar la
educación. Jamás podrá triunfar una revolución impulsada por la ignorancia.
Antes que las armas siempre serán necesarios los libros.
lucenadigital.com, 1 de noviembre de 2013
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