Somos
porque fuimos. Cuando España era todavía las Españas, se dotó a la nación de un
texto constitucional de última generación. El 4G de la época. Contenía una
relación de derechos individuales, reconocía la soberanía nacional, la división
de poderes y regulaba con detalle las instituciones fundamentales. La crème de
la crème de las Normas Supremas, vaya. Canelita en rama. De virtuoso
pragmatismo, configuraba unas Cortes unicamerales, prescindiendo de un Senado
que a fin de cuentas no serviría de mucho, permitiendo el ahorro de los
contribuyentes.
Así que todo estaba requetelisto
para la vuelta del legítimo Rey. Cuando se pudiera, claro. Porque lo primero
era derrotar y expulsar al invasor gabacho. Y empeño se puso. Tanto como para
aceptar la ayuda de los ingleses, quienes, por aquello de que el enemigo de mi
enemigo etcétera, y de que el paso francés por España les podía tocar la
puntita de Gibraltar, echaron una mano. Al final, después de seis años,
conseguimos darles la patada a los adláteres del petit cabrón, al hermano de
éste y al propio petit. Fernando se ajustó la corona en su enorme cabeza, y
resultó ser un grand cabrón. El príncipe salió rana. A veces pasa.
Al sentarse en el trono dijo que eso
de la constitución no iba con él, además de que se había aprobado sin su
consulta. Y, aunque algunos le recordaron que no podía responder a los whatsapp
por tener los dedos demasiado metidos en el culo de Napoleón, o en el
particular, para evitar que le guillotinara la cabeza o los cojones, mientras
por aquí morían para librarlo de la sodomía, no terminaron de convencerlo; es
más, prescindió de la Constitución de 1812 y a muchos los pasó por el paredón,
por su sinceridad liberal.
De tal forma siguieron los años, su
absoluta majestad procurando expandir la simiente entre damas de corte,
meretrices de postín y rameras de baja estofa. No hacía ascos. Hasta que un
general gallardo y valiente llamado Rafael del Riego dijo ya está bien y
comenzó a golpear al absolutismo con un ejército que se le fue adhiriendo,
junto con una población que había sido sometida al silencio. El Rey, cagadito
de miedo, encariñado con la corona y con la casita en plena zona residencial de
la Villa, proclamó bajo juramento, y detrás de sonrisa bonachona, lo de
marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional, pelillos a
la mar, hombre, que si el pueblo quiere Constitución, yo le doy Constitución,
para eso soy magnánimo, generoso y correspondido, que lo de antes ha sido todo
un malentendido, ya está tardando en entrar en vigor el texto gaditano,
faltaría más.
Pero no se pudo evitar la
conspiración. Un grupo de amiguetes europeos, conocidos como la Santa Alianza,
vio cierto peligro de propagación en la constitucionalidad española. Decidió
ayudar al hermano Fernando —por la endogamia regia no andarían desencaminados
con el grado de parentesco— a recuperar sus poderes absolutos. Debido a la que
formó en el continente, se le adjudicó a Francia el palito más corto. Envió a
sus Cien Mil Hijos de San Luis —posiblemente tuviera el santo tiempo de
engendrar tamaña prole—, y Fernando VII, envalentonado por el multitudinario
apoyo del otrora férreo enemigo, aseveró que por la senda constitucional,
francamente, marcharía, cito textual, «vuestra putísima madre», fin de la cita.
Se quitó de en medio a Riego —de nada le sirvió la súplica de clemencia
precedida de bajada de calzón—, derogó la Constitución de 1812, recobró sus
potestades monárquicas e hizo lo mismo con las inquisitoriales para la Iglesia.
Había que dar al César lo que era del César y a Dios, pues eso, lo que era de
Dios.
A todo esto la Historia no ha constatado
el número exacto de bastardos. Vinieron a ser oficiales únicamente dos. Y
niñas. Lo cual no dejaba de ser un problema: la Ley Sálica seguía vigente en
España. Por ella, las mujeres no podían heredar el trono, si existía varón por
línea directa o colateral de segundo y tercer grado. Frente a este panorama,
Carlos María, hermano del Rey, se relamía los bigotes, habida cuenta de la vida
que se pegaba el primogénito de su padre, no pudiendo augurarle largos años de
prosperidad.
Tal vez Carlos María recibiera como una bofetada seca con
el dorso de la mano la derogación de la Ley Sálica por parte de su hermano,
otorgando la preferencia en la sucesión a su sobrina Isabel. Pero lo cierto es
que se lo tomó como un caballero. Al cabo, tampoco es que tuviera que mendigar
para comer; encima aún podía errar los cálculos vitales del Rey, con margen
para la llegada del varón. Había que guardar la calma, o las apariencias, y
tirar de filosófica paciencia. O por lo menos lo hizo al principio.
surdecordoba.com, 1 de octubre de 2013
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