Pues
Fernando VII acabó rozando los cuarenta y nueve años. Edad bastante razonable,
para los tiempos y las juergas. Muerto el Rey, tampoco hubo demasiadas
lágrimas. Fue un canalla. Un hijo de la gran puta que destruyó las esperanzas
de una España moderna y decepcionó a los que lucharon y murieron en su nombre.
Sobre todo en Cádiz. Fue un egoísta que se pasó por entre bola y bolo el
sufrimiento de su pueblo.
Por su parte, Carlos María cambió de
opinión, más por comida de oreja que por iniciativa privada, y por no caerle
muy bien la liberal de su cuñada —o a los que le comieron la oreja—, quien quedaba
como regente. El berrinche del consanguíneo nos costó más de cuarenta años de
guerra civil, sufragada en una intermitencia de tres períodos. Cosas de España.
Total, la Regente era también Reina,
y partidaria de eso que se dio en llamar despotismo ilustrado, lo de todo
para el pueblo, pero sin el pueblo. Se rodeó de pseudointelectuales, como Cea
Bermúdez, afines al poder ilimitado del monarca, muy diplomáticos, aunque un
tanto amariconados en cuestiones de milicia. Sin arrestos —los cojones de la
época— para enfrentarse a la amenaza sediciosa del carlismo, tan puñetera como
la obsoleta estructura administrativa —no es que hoy merezca otro adjetivo— y
las telarañas de las arcas públicas —de esto, mejor no añadir nada—, la Regente
nombró presidente a Francisco Martínez de la Rosa, un intelectual de los de
verdad, a ver si el problema era más un asunto de peso encefálico que escrotal.
Sin embargo, amén de ratón de
biblioteca, Martínez de la Rosa era un moderado —o precisamente por eso—; así,
haciendo honor a sus principios, buscó contentar a todos, incluyendo
absolutistas y liberales, cuando, en España, que no es otra cosa que un gran
patio de vecinos mal avenidos que procuran, con el permiso del respetable y si
el tiempo no lo impide, joderse con castiza reciprocidad, uno no está contento
hasta ver hundido en la miseria al correspondiente vecino; vamos, que, siendo
el ansia española superar al prójimo en cualquier nimiedad, nunca mi vecino
puede estar más contento que yo. Nones.
Es resultado fue un churro como el
sombrero de un picador: el Estatuto Real de 1834.
Como no era constitución, sino carta
otorgada, no consideraba otra soberanía que la del monarca absoluto, relegando
las demás instituciones a meras comparsas, marionetas de la voluntad coronada.
Unas Cortes bicamerales en manos de las élites nobiliarias y económicas, un Rey
omnímodo, un Ejecutivo difuminado y un Judicial eclipsado.
Entonces, siguiendo la marcada
tradición patria, cada vecino empezó a barrer para su casa, yéndose todo al
carajo; rematando la Regente cuando, tiempo después, quiso compensar unas
Cortes progresistas —lo del progresismo no le hacía tilín en la redecilla del
moño— con el nombramiento de un gobierno moderado. Regaló para la Historia, con
ello, sus controvertidas dotes de avispada estratega.
Los progresistas, como era de
prever, se indignaron, con mucho golpe de contera del bastón contra el suelo,
y, en otra reconocida costumbre nacional, comenzaron a desestimar las
iniciativas gubernamentales, ante lo cual, la Regente, tocada en los regios,
disolvió las Cortes y convocó elecciones, con victoria de la tendencia
gobernante. Se descubre un episodio típicamente democrático ya en la España
decimonónica.
La reacción progresista fue ir
montando pollos localizados, requiriendo la vuelta de la Constitución de 1812,
a los que poco a poco se sumaron unidades militares, fomentando el avance de
los insurrectos carlistas, quienes iba a lo suyo.
A lo suyo, del mismo modo, iba la
Familia Real, y como las vacaciones, al igual que el día del Corpus, son
sagradas, se trasladó al Palacio Real de La Granja de San Ildefonso, donde,
previsiblemente, soportaría mejor los rigores caniculares. Imaginaba la Familia
que su simple presencia calmaría los ánimos de una guarnición con meses de
atrasos en su soldada y con prohibición de entonar himnos patrióticos. Afrenta
ésta mayor que la estipendial, porque al español, dado a la lírica tabernaria y
miliciana, se le puede privar del sonante en la faltriquera, pero no del cante
a las diversas patrias. Cada español a la propia, se entiende.
Allí, en pleno asueto estival, los señores soldados, con
pose castrense y uniformes asaeteados por medallas, se plantaron ante una
Regente, airada por tan villana desfachatez, que les recriminó la degradación,
pues los enemigos eran los carlistas. Los emisarios de los amotinados se
atusaron con la diestra la punta del bigote, mientras descansaban la siniestra
sobre la empuñadura del sable, se miraron de reojo y respondieron que la Señora
olvidaba un detalle: ellos combatían no sólo por los derechos de su Reina, sino
también por la libertad.
surdecordoba.com, 1 de noviembre de 2013
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