No
hay nada que estremezca más el alma, sofocando el calor de su llama, que la
trágica compresión de ser sólo un proyecto de escritor. Un experimento fallido,
sea por falta de oportunidad o carencia de talento. Acribillado no por la
frustración, sino por la derrota.
Concluyo la trilogía del fracaso,
de Juan Manuel de Prada, con el desagradable nudo en un estómago agriado por la
biliosa insolencia del tracto salivar. Aunque no haya seguido para su lectura la
cronología de publicación, en esta ocasión, el orden de los factores no altera
el producto; la Literatura, investida de autoridad universal, remeda el
principio aritmético en el mando imperial de sus huestes.
Se abre la trilogía con Las
máscaras del héroe, una de las mejores novelas en español del siglo XX y, quizá, la
mejor de su última década; se continúa con Las esquinas del aire; y se cierra
con Desgarrados y excéntricos, selecta compilación ensayística de los
ultraístas descalabrados con la certera piedra del infortunio. Aquellos que el
capricho del Destino arrojó al olvido cultural. Un destierro a veces merecido,
por lo patético de sus vidas, por lo ultrajante de sus sintaxis y por lo
mediocre de sus bibliografías. Inspirados por mofetas disfrazadas de musas,
salpicaron el ambiente literario con una existencia degenerada, empapelada por
un ímpetu creativo más intencionado que intelectual, más digno de misericordia
que de menosprecio.
«Todo escritor —y esto es una norma
que no admite excepciones— nace con vocación de olvido». Con estas palabras
presenta De Prada al primero de sus «desgarrados y excéntricos», y será el punzante
criterio que sirva para consolar tanto a la caricaturesca pléyade reunida entre
sus páginas como a quienes, empujados hacia una labor contraria a los impulsos
del espíritu, con ellos se identifiquen. Porque «cuando aparece la tentación,
cuando el escritor ansía el fervor del público, o elabora proyectos que lo
alivien del olvido, está traicionando su destino. […] Sólo el escritor menor,
alejado de intrigas y conciliábulos, permanece fiel a su designio…». Lo cual
condensa el dilema: para sobrevivir escribiendo son imprescindibles fama, público
y dinero. Ser conocido, tener lectores y que éstos paguen las obras. El
ostracismo del literato claudica la pasión en favor de la aspiración digestiva.
Armando Buscarini «… vivió entre
andrajos, obtuvo el escarnio de sus contemporáneos, jamás logró un mecenazgo
estable y se despellejó los nudillos, aporreando las puertas que custodian el
santuario de la literatura», vendiendo sus mezquinos opúsculos sobre una tela
en el suelo de la calle de Alcalá, adornada con carteles autógrafos de frases y
pensamientos hasta que, famélico por el hambre, el desengaño y la locura fue a
morir en el Hospital Psiquiátrico de Logroño.
Pedro Luis de Gálvez, amparado por
la miseria, carcomido por el delirio, doblegado por el forzoso ayuno, llegó a
pasear en una caja de zapatos por los cafés de Madrid el cadáver de su hijo
nacido muerto pidiendo dinero para su entierro. Acabó sus días fusilado,
todavía con pulso firme en pluma.
Completan esta hagiografía del
Ultraísmo —drama urdido por la podredumbre del arte—: Fernando Villegas
Estrada, tan feo como su verso; Mario Arnold, con sus pinitos cinematográficos;
Silverio Lanza, misántropo y desmesurado anarquista; Nicasio Pajares, emigrante
racista y tallador de ubérrima cornamenta; Iván de Nogales, adinerado pervertido,
absurdo piloso e impostor irónico; Xavier Bóveda, nostálgico pinífero; Gonzalo
Seijas, maestro de la picaresca y el sablazo; don Pedro Boluda, bondadoso loco,
bufón de las vanguardias, criado en las desgracias; Pedro Barrantes, beodo
turbador que asumía la autoría de artículos subversivos en El País a cambio
de un duro que invertiría en alimentar su dipsomanía; Vicente Massot, amigo
burgués de Borges, redentor de putas que posteriormente difundiría la sífilis
al convertirse en prosélito de Aleister Crowley; Eliodoro Puche, nocherniego
decantador de vinos, miope del aliño; Daja-Tarto, faquir conquense; y Margarita
de Pedroso, noble de las rosas, afectuosa de Juan Ramón.
Execrables merodeadores de la
morfología, decadentes representantes de las corrientes literarias, violadores
del alfabeto, insólitos contumaces de la verborrea, grotescos diletantes,
estrambóticos renovadores del género, pintorescos desquiciados, ladrones de la
vergüenza, escacharrados de la cabeza, cansinos de la impertinencia y la
obscenidad, escoria de las vanguardias; desgarrados, excéntricos, marginados, aborrecidos
y despreciados sin censura ni subrepción, ayer y siempre (de don Pedro Boluda
comenta De Prada: «En el ejemplar de La paz mundial que cobija la Biblioteca
Nacional de Madrid, algún lector gamberro o impío ha escrito debajo de este
retrato el siguiente improperio: “ANIMAL”; y otro lector posterior, con signos
doblemente admirativos, añade: “¡¡Es poco!! ¡¡Qué cinismo!!”»); abrazados «… en
las fronteras que separan el deseo de ser escritor de la dura realidad de ser
sólo tentativa de escritor».
Desvanecidos de la memoria por los
azotes del tiempo, sacrificaron patrimonio, salud y cordura por un amor sin
gloria, nacido para el fracaso… Cabría considerar su valentía. Cabría lustrar someramente
su prestigio.
(Y, como teoría, bien vale para cualquier ciencia.)
surdecordoba.com, 1 de agosto de 2013
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