La
fila era extensa, infinita, plagada de gente, niños en su mayoría, que
aguardaba pacientemente turno con el trasiego normal. Lucía tendría cuatro o
cinco años. Se acercaba, cogida de la mano de su madre, con cierta cortedad, la
mirada de ojillos negros gacha, a aquél pomposo señor, emisario de un rey
llamado Melchor. Cuando la sentó en su regazo, todavía se mostraba distante e
incómoda, un tanto avergonzada, la punta del dedo índice en la comisura de los
labios. No perdía de vista a su madre, como si su ausencia la llevara a quedar
embutida entre los ropajes del oriental —pese a no tener los ojos rasgados,
como los de la tele o la familia de la tienda de su barrio—. Éste se aplicaba,
concentrado en lo suyo. Carantoñas y demanda de nombre. Un gesto tranquilizador
de la madre la llevó a sacar una carta de su bolsillo y entregársela al
enviado, revelando, además, su nombre. Llegó la pregunta de qué le pedía a los
Reyes Magos. «Un trabajo para mi papá», respondió la niña, sencilla, con voz
clara y, ahora sí, mirada firme. No pidió una bici, una muñeca o un camión
teledirigido —por lo de la paridad—. Lucía pidió un trabajo para su padre. Nada
más. El público calló. El mensajero tragó saliva. La madre contrajo la
expresión, emocionada. Al poco, madre e hija se alejaron, de nuevo, cogidas de
la mano —la madre no había podido reprimir unas lágrimas—. El resto las observaron
marchar, rota el alma por la rabia y la culpa.
Lo peor de esto son los niños. En
los últimos días me he preguntado cuáles serán las consecuencias de la crítica
situación actual en los infantes de esta generación.
Y es que la depresión económica,
forjada por la insensatez, si bien mayor en unos que en otros, generalizada,
nos lleva a comprimir nuestra visión en el corto o medio plazo, pasando por
alto las secuelas, probables o seguras, que se manifestarán en el largo. Serán
como unos imperceptibles virus integrados en el organismo social en estado de
latencia. Unos bichitos deformes y poderosos, repulsivos a través de la lente
del microscopio, que emergerán con plenitud al cabo de veinte o treinta años.
En el entretanto, se alimentarán, fortaleciéndose bajo el signo de nuestra simplicidad.
Pasados los años, sin apenas esperarlo, se revelarán atacando una estructura
nacional anémica, convaleciente e indefensa ante conflictos extraños, nunca
afrontados.
La existencia requiere un proceso de
formación. Quienes debieron ser niños de ojos vivarachos y despiertos han
madurado demasiado pronto, han perdido su infancia. Ilusión, anhelo y sueños.
Esos renacuajos, al tiempo revoltosos y tremendamente lúcidos y honestos,
deberían completarse con descanso, juegos, deportes, primeras amistades,
formación educativa e intelectual, alimentación sana y equilibrada y amor y
protección familiar. Deberían ser ajenos a la exposición del paro, el
desahucio, el empobrecimiento, sujetos a un estrés en el entorno muy poco
recomendable. Una angustia que, para una mente en pleno desarrollo, dejará
huella imborrable, como marca estampada en la piel con hierro candente. Sin
embargo, comprenden, porque están siendo testigos de una estrepitosa caída, la
cual los arrastra inevitablemente a un abismo oscuro, frío, silencioso.
Hay países donde los niños viven en
un contexto de pobreza extrema diariamente, y países, como el nuestro, donde
las circunstancias fueron parecidas no hace demasiado tiempo —tampoco queda tan
lejos la posguerra—. Pero ya son formas de subsistencia, desconociendo otras; y
no es lo mismo tenerlo todo y perderlo que no haber tenido nada.
De salir de ésta, cabe dudar si los
hoy niños, frente a la magnitud de la opulencia, tentados por aquello que
antaño eran carencias, volverán a cometer los mismos errores. Volverán a
desear, movidos por la ambición dineraria y la envidia, todo lo que nunca
estuvo a su alcance, comprometiendo patrimonio y futuro en pos de un crédito
auspiciado por los grandes sectores económicos. Por quienes jamás pierden, y
ganan el quíntuple con las pérdidas de los demás, de los más pequeños.
En tal sentido, algún partido, no sé
cuál —me parecen iguales, a estas alturas—, ha propuesto introducir en el
sistema escolar una asignatura relacionada con la formación económica. Lógico,
si los párvulos van a ser quienes paguen nuestros platos rotos; aunque me
gustaría conocer al lumbrera que fijará el contenido de la brillante
asignatura. O lumbreras, que somos diecisiete más dos. Si no será uno de los
que han montado el pollo macroeconómico.
Mientras, estamos obligados a contemplar escenas como la
de Lucía, soportando el pellizco en el estómago y la opresión en la garganta
cual penitencia por un remordimiento repugnante.
lucenadigital.com, 1 de abril de 2013
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