sábado, 16 de mayo de 2015

La perdición del hombre inmutable

Modernizarse y avanzar no deben ser necesariamente vocablos equivalentes. Hay quien en alguna ocasión me ha soltado la que puede ser una de las peores expresiones que haya escuchado: «Yo soy el mismo de siempre». O bien, a modo de variante de ahorrativo léxico: «Yo soy el de siempre».
 
Es una frase que me desagrada sobremanera, y me lleva a recelar de quien asume el papel de sujeto, titular indiscutible de un estadio personal el cual se ha mantenido invariable a lo largo de años, es posible que décadas —el factor de la edad incide en el cómputo—, luciéndolo con venerable orgullo; una gallardía acompañada por la pose enhiesta, el pecho hinchado y la voz hueca y profunda, como si, procedente del final de una caverna, fuera reverberando por todas sus paredes de piedra vetusta a medida que se acercara hacia la luz de la ansiada salida. Una especie de proeza heroica propia de seres más próximos a lo divino que a lo humano. Y quizá no le falte razón. Aun así, entiendo que no es algo de lo que sentirse orgulloso.
 
La consideración negativa no viene dada únicamente por lo ilógico, lo antinatural, si se me permite, del estancamiento evolutivo, porque no somos los mismos con cinco años que con veinte, ni con cuarenta, ni con sesenta. Nos basta con mirarnos al espejo, recuperar fotos antiguas, viejas imágenes de grabaciones caseras, para comparar altura, peso, canas, arrugas y frentes más o menos despejadas —me refiero a la calvicie, siendo claro—, y comprobar los cambios sufridos, lo distintos que somos. Pero no hay que limitarse a los aspectos físicos, por lo general tendentes al deterioro. Los intelectuales también varían. El estudio, la vida, la curiosidad y la experiencia nos van cincelando, perfilando nuestra personalidad; para bien o para mal, vamos ampliando nuestro conocimiento y aprendiendo modelos de conducta que extrapolamos a la convivencia social. Cambiar al ritmo del tiempo. Eventualidad que no implica, puntualizo, mayor inteligencia o lucidez, sino lo opuesto, en ocasiones.
 
Todo esto, que parece lo lógico, lo natural, no es una tendencia sin excepciones. Unas excepciones que, por su elevado número, degradan el significado de la palabra. Las integran aquellos que mencionaba al principio, quienes han hecho suya la inmutabilidad como una enseña de pedante dignidad, vanagloriándose estúpidamente de ello. Y no trato de concretar la típica cabezonería, voy más allá. Son quienes no se han dejado cincelar por la mano de Cronos, quienes han sido constituidos en una roca tan dura que el único golpe de escultor que han consentido acaso sea el de su creación. A partir de ahí, se han afanado en la fría rigidez, paralizando cualquier amago de cambio. Ya no es que insistan en el estacionamiento personal permanente, es que son reacios a aceptar lo crítico de su situación, porque han asimilado la expresión yo soy el mismo de siempre con una férrea literalidad, identificándola como algo enteramente positivo, lo cual, a su vez, les impide cambiar, enrocándose en un círculo vicioso de difícil escapatoria. Todos están equivocados menos yo, en resumen.
 
No aprenden de sus errores, simplemente porque no los cometen. No aceptan consejos, porque sobresalen los muros de su posición inmóvil. Son incapaces de comprender que se han quedado obsoletos, en una época lejana y diferente. Están obcecados en un pretérito inútil, salvo para aleccionarse; consecuencia imposible, si entendemos que, según ellos, el presente todavía es el pretérito.
 
Imagine un hombre que gana diez carreras de coches en los años cincuenta de la anterior centuria, y pretende ganar otras tantas en la actualidad, utilizando el mismo vehículo de antaño. Ejemplo inaudito, aunque válido al caso. Intente observar la fisonomía de un retrato del siglo XVI, o la complexión, volumen y altura, donde encajaba una armadura medieval. La evolución es una constante agregada a nuestra especie, y, sin embargo, nos encontramos con quienes no saben o no pueden concebirla. Una rama de la familia de los homínidos muy abundante en España —o como quiera que se llame a esto—, por cierto… Y así nos va. Pero éste es un debate que dejaré para otra ocasión.
 
Salvo por los rasgos que nos definen e individualizan —igualmente característico en la especie—, no somos los mismos de hace quince años, ni lo seremos dentro de otros quince. Yo no lo soy. El desarrollo podrá ser para mejor o para peor. La perdición, por su tendencia contraria a la identidad humana, se halla en anclarse en la inmutabilidad, y hacerlo gustosamente. En enfrentarse a sabiendas a un orden coherente.

lucenadigital.com, 1 de mayo de 2013

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