Modernizarse
y avanzar no deben ser necesariamente vocablos equivalentes. Hay quien en
alguna ocasión me ha soltado la que puede ser una de las peores expresiones que
haya escuchado: «Yo soy el mismo de siempre». O bien, a modo de variante de
ahorrativo léxico: «Yo soy el de siempre».
Es una frase que me desagrada
sobremanera, y me lleva a recelar de quien asume el papel de sujeto, titular
indiscutible de un estadio personal el cual se ha mantenido invariable a lo
largo de años, es posible que décadas —el factor de la edad incide en el
cómputo—, luciéndolo con venerable orgullo; una gallardía acompañada por la
pose enhiesta, el pecho hinchado y la voz hueca y profunda, como si, procedente
del final de una caverna, fuera reverberando por todas sus paredes de piedra vetusta
a medida que se acercara hacia la luz de la ansiada salida. Una especie de
proeza heroica propia de seres más próximos a lo divino que a lo humano. Y
quizá no le falte razón. Aun así, entiendo que no es algo de lo que sentirse
orgulloso.
La consideración negativa no viene
dada únicamente por lo ilógico, lo antinatural, si se me permite, del
estancamiento evolutivo, porque no somos los mismos con cinco años que con
veinte, ni con cuarenta, ni con sesenta. Nos basta con mirarnos al espejo,
recuperar fotos antiguas, viejas imágenes de grabaciones caseras, para comparar
altura, peso, canas, arrugas y frentes más o menos despejadas —me refiero a la
calvicie, siendo claro—, y comprobar los cambios sufridos, lo distintos que
somos. Pero no hay que limitarse a los aspectos físicos, por lo general
tendentes al deterioro. Los intelectuales también varían. El estudio, la vida,
la curiosidad y la experiencia nos van cincelando, perfilando nuestra personalidad;
para bien o para mal, vamos ampliando nuestro conocimiento y aprendiendo
modelos de conducta que extrapolamos a la convivencia social. Cambiar al ritmo
del tiempo. Eventualidad que no implica, puntualizo, mayor inteligencia o
lucidez, sino lo opuesto, en ocasiones.
Todo esto, que parece lo lógico, lo
natural, no es una tendencia sin excepciones. Unas excepciones que, por su
elevado número, degradan el significado de la palabra. Las integran aquellos
que mencionaba al principio, quienes han hecho suya la inmutabilidad como una
enseña de pedante dignidad, vanagloriándose estúpidamente de ello. Y no trato
de concretar la típica cabezonería, voy más allá. Son quienes no se han dejado
cincelar por la mano de Cronos, quienes han sido constituidos en una roca tan
dura que el único golpe de escultor que han consentido acaso sea el de su
creación. A partir de ahí, se han afanado en la fría rigidez, paralizando
cualquier amago de cambio. Ya no es que insistan en el estacionamiento personal
permanente, es que son reacios a aceptar lo crítico de su situación, porque han
asimilado la expresión yo soy el mismo de siempre con una férrea literalidad,
identificándola como algo enteramente positivo, lo cual, a su vez, les impide
cambiar, enrocándose en un círculo vicioso de difícil escapatoria. Todos están
equivocados menos yo, en resumen.
No aprenden de sus errores, simplemente
porque no los cometen. No aceptan consejos, porque sobresalen los muros de su
posición inmóvil. Son incapaces de comprender que se han quedado obsoletos, en
una época lejana y diferente. Están obcecados en un pretérito inútil, salvo
para aleccionarse; consecuencia imposible, si entendemos que, según ellos, el
presente todavía es el pretérito.
Imagine un hombre que gana diez
carreras de coches en los años cincuenta de la anterior centuria, y pretende
ganar otras tantas en la actualidad, utilizando el mismo vehículo de antaño.
Ejemplo inaudito, aunque válido al caso. Intente observar la fisonomía de un
retrato del siglo XVI, o la complexión,
volumen y altura, donde encajaba una armadura medieval. La evolución es una
constante agregada a nuestra especie, y, sin embargo, nos encontramos con
quienes no saben o no pueden concebirla. Una rama de la familia de los
homínidos muy abundante en España —o como quiera que se llame a esto—, por
cierto… Y así nos va. Pero éste es un debate que dejaré para otra ocasión.
Salvo por los rasgos que nos definen e individualizan —igualmente
característico en la especie—, no somos los mismos de hace quince años, ni lo
seremos dentro de otros quince. Yo no lo soy. El desarrollo podrá ser para
mejor o para peor. La perdición, por su tendencia contraria a la identidad
humana, se halla en anclarse en la inmutabilidad, y hacerlo gustosamente. En enfrentarse
a sabiendas a un orden coherente.
lucenadigital.com, 1 de mayo de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario