Me
beneficio de que estoy analizando para la revista Saigón la historia del
constitucionalismo español, compendio coronado de laureles pochos (mi análisis,
no Saigón), para pincelar por estos lares el dibujo de la etapa que mejor
identifica el espíritu autodestructivo de la condición patria, a través,
precisamente, de las constituciones forjadas al calor de la mala leche que nos
dieron de mamar a todos.
La historia comienza,
aproximadamente, cuando andaba Napoleón coleccionando naciones como el que
coleccionaba sellos de lacre, procurando despejar de rastrojos el paso de la
autovía Versalles-Lisboa que uniría directamente por tierra sus residencias de
fin de semana en apenas cinco días en berlina; entonces, aprovechando que el
Pisuerga pasa por Valladolid, como el otro que dice, se dio cuenta de que
España bien quedaría en su colección, porque tenía de todo: sol, playas,
montañas y verdes pastos. Sagaz como ninguno, percibió el rifirrafe que el rey
Carlos y su hijo Fernando mantenían por el trono, sabiendo que en España
padres, hijos y hermanos tendían a matarse por media aranzada. Se ofreció para
mediar, con mucho agasajo y rica hospitalidad, en Bayona (la francesa, no la
gallega). Ya en su campo, se le borró la sonrisa —se iba a acabar la tontería—,
se transfiguró en le petit cabrón y forzó la abdicación de don Carlos —lo del
don es por no adjetivarlo cobarde— a su favor, delegando a su vez en su hermano
José, quien pasaría a ser José I de España.
A los españoles les sentó la añagaza
como una patada en los mismísimos (cojones), que no pasa nada si le pegamos
veinte garrotazos al vecino, pero no consentimos que lo haga un extranjero. Se
montó una fiesta de padre y muy señor mío, a base de palos, facas y emboscadas
atraidoradas por la parte nacional, extendiéndose pronto por todo el territorio
patrio —siempre nos ha gustado una buena fiesta—. Los franceses aseveraban con
la boquita de petisui que traían la cultura y la modernidad. Y no mentían. Lo
que ocurre es que hemos sido por tradición más partidarios de Torquemada que de
Voltaire, y tampoco eran formas de extender la cultura y la modernidad, como
los cristianos en las cruzadas, que ya no estábamos en la Edad Media, ni éramos
moros; así que comenzamos a quemar gabachos como quemábamos libros y brujas,
técnica perfeccionada por la costumbre.
Porque la existencia de clases ha
sido una constante, mientras los soldados y la plebe derramaban sangre propia,
francesa y afrancesada, hubo quien, en retaguardia, consideró brillante idea la
de proveer de normas jurídicas en todo aquel desmadre. Fijar leyes en medio de
una escabechina de órdago civilizaba la cuestión y asentaba los pilares que
soportarían el futuro gobierno de paz y prosperidad entre los hermanos
españoles. Con unos sujetándose las tripas desparramadas por el campo de
batalla y otros la peluca por la sala de audiencias, se crearon las Juntas
Provinciales, que, cuales reinos de taifas o Comunidades Autónomas, no había
manera de ponerlas de acuerdo, y pronto se unificaron en la Junta Suprema Central
y Gubernativa, donde todavía se apiñaban demasiados españoles como para lograr
el consenso —rencillas, envidias y escisiones incluidas—, por ello se redujo al
Consejo de Regencia con cinco miembros. Y sobraban cuatro. O cinco.
Por aquel momento ya se había
solventado la discrepancia en torno a si arrancar el ordenamiento jurídico
desde las antiguas leyes fundamentales del Reino, actualizándolas, o desde un
texto constitucional. Victoriosa la segunda corriente, se pusieron manos a la
obra, arrinconados en la Isla de León, primero, para saltar hasta Cádiz,
después.
Si ya era difícil reunir en pleno a
los diputados en tiempos de paz, imagínese en tiempos de guerra, con los
gabachos lanzando cebollazos y los primos desperdigados por el monte. Al final,
asistieron quienes asistieron.
Debido a que por aquí, desde tiempos
de Recaredo, no se ha movido un dedo sin la venia de los curas ni la techumbre
de los palios, la apertura de las Cortes tuvo lugar en la iglesia parroquial de
San Pedro, y el discurso inaugural corrió a cargo de Pedro de Quevedo y
Quintano, obispo de Orense e inquisidor general. Como Dios manda.
Y, con los obuses enemigos interrumpiendo los
intelectuales debates de las más preclaras mentes del panorama
político-jurídico de las Españas, el 19 de marzo de 1812, se promulgó la
Constitución, virtuosa émula de la impuesta por el invasor. Suprema Norma que
los nuestros, tan dados al casticismo y a la comentada solemnidad religiosa
—presente hasta para determinar el descaso laboral—, apodaron cariñosamente
como La Pepa. Que, teniendo santoral, para qué quebrarse la cabeza.
surdecordoba.com, 1 de septiembre de 2013
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