La
lectura de poesía no está entre mis costumbres. Me faltan cualidades, no es cuestión
de desprecio. Creo que para ser poeta o lector de poesía —o ambas cosas— es
necesario tener una sensibilidad especial de la cual carezco. Esto no implica
que jamás lea poesía. Esporádicamente, muy esporádicamente, visito la lírica,
si bien como quien visita a un pariente lejano enfermo: más por ser persona
cumplidora que por importar un cojón de pato en salsa agridulce las miserias
del aludido. Eso sí, salvo por la rima y métrica clásicas, sin especial
predilección por períodos o autores. No practico favoritismos. Me acomodo tanto
a Quevedo —mejor que a Góngora, sinceramente—, como a Bécquer, a Espronceda, a
Lorca, a Juan Ramón o a Alberti.
Pero, entre toda la pléyade de
líricos bendecidos por la gracia de Apolo, o quien fuera el que tocara el
correspondiente instrumento —la lira, se entiende—, como toda regla cuenta con
su excepción, hay uno que sigo con absoluta fidelidad, porque pertenece al
reducido grupo de los grandes poetas de nuestra época. Y porque es mi amigo.
Manuel Guerrero Cabrera, cuyo tiempo
compagina con la enseñanza de Lengua y Literatura, domina con singular talento la
estructura canónica —la delicadeza de sus sonetos motiva la admiración del literato
actual— y la libre. Así, en lo referente al último caso, pese a no ser yo
demasiado partidario de esta suerte de plectro espontáneo, la elegancia del
cuerpo resultante abruma al más puntilloso catedrático de la ortodoxia, y al
indocto cultivador de aficiones varias, donde me incluyo.
Hoy estamos de enhorabuena, porque
Manuel Guerrero acaba de publicar una nueva obra. Hecho por el cual me
congratulo, y lo felicito; ya quisiera yo contar con la oportunidad de una
publicación editorial. El dichoso acontecimiento se lo debemos al acertado
criterio del Ayuntamiento de Priego de Córdoba, que enrola en sus filas a un
ilustre poeta vivo. Y, cuanto más ganen otros de él, más perderá Lucena; aunque
esta cuestión no atañe a mi conciencia. Una ciudad es lo que sus ciudadanos
quieran que sea.
La obra lleva por título El fuego
que no se extingue. Dividida en dos partes, «Melange» y «El mismo loco afán»,
reúne veinticinco poemas. «Melange», con composiciones de inédita compilación,
condensa toda la libertad creativa del autor —«Nunca me han silenciado / para
escribir / el afán inspirado / de puño y letras libres»—, recurriendo a los
temas que erigen el reconocimiento de un estilo. Por eso, recupera el amor, sea
romántico —«… porque el alba procura / repetir que vivamos de amor otro remanso»—,
sea erótico —«y repasar mi lengua / por tu dulce de hojaldre»—, y el tango,
combinándolo con la influencia oriental en «Tangohaiku». Se recrea, además,
Guerrero en la melancolía de los recuerdos. «Quiero recuperar / los besos de la
infancia», escribe en «Cinema Paradiso». «Contigo me has traído / recuerdos de
los besos», remata en «Nuovo Cinema Paradiso». «La vida en familia: ¡qué
tiempos aquellos del niño / más viejo que no ha de volver!», intercala en
«Melange». La inagotable generosidad de sus musas le concede cantos a la
Historia, a Lucena y a la Literatura, «llanto infantil / del castellano», o a
su propia Literatura: «He soñado que Elena / leía mis poemas» o «La niña sonrió
/ tras leer mi poema». Honra, en fin, a sus maestros —«con la pinta de aquel
Carlos Gardel / que siempre sonreía / y el divino tesoro de Rubén»—, y,
probando su destreza en el manejo del género, logra con «Poema para microondas»
una curiosa invitación, un saludo al lector, a modo de prodigioso prefacio.
La segunda parte, «El mismo loco
afán», supone una selecta antología introducida por uno de mis poemas
preferidos, aquél que arranca con los memorables versos «Y yo me iré. / Como
todos. De un día / para otro. Sin aviso», alcanzando el breve «Y se fue sin
aviso como un rayo caído» y culminando con el homenaje a un rincón cordobés
donde «besos te robaron / en la placita del Potro».
El amor, evidentemente, esa pasión que consume y
abastece, ese fuego inextinguible, «… fuerte / como la muerte», ha conducido al
autor a establecer residencia en Cabra. La privación queda para la ciudad que
lo vio nacer, vigorizándose la que lo acoge. Ventajas de la amistad, a mí tanto
me da. Después de todo, sólo representa la eventualidad de un corto
desplazamiento. La amistad no conoce de términos ni fronteras, no se somete a
distancias ni intervalos, no se convence con lamentos ni reproches. La amistad
es algo más simple: «Tuvimos amigos pasados los años —versifica Manuel Guerrero
en “Melange”— que tanto / ganaron con fe y humildad».
surdecordoba.com, 1 de mayo de 2013
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