La
imagen siempre ha sido un elemento primordial en todas las facetas de la vida
humana. Esa primera impresión, al conocer a alguien. El aspecto, al
presentarnos en el trabajo. La figura cincelada, sea a base de golpes de
efecto, de reveses, sea con la perseverancia de quien considera la apariencia
un factor más de su persona o un punto favorable hacia su objetivo. Las poses
de conquista, vinculadas al sexo. El reflejo externo capaz de impeler cualquier
sentido ajeno… Aquello que nos define extrínsecamente. O permite a otros
redactar nuestra somera acepción.
La fama o el descrédito, el
prestigio o la descalificación, el éxito o el fracaso, la reputación, en
definitiva, dependen, en mayor o menor medida, de la imagen. De esa fachada
donde exponemos al mundo nuestro anverso, ocultando un reverso, en ocasiones,
más diestro que siniestro.
Pues resulta que la banda de
personajes, caros modelos de ejemplaridad, conocida en ciertos ámbitos como
políticos, asegura que tanta manifestación que acaba a mamporros, tanto acoso a
las puertas del Congreso, tanta presión violenta y tanta golfería macarra
perjudican la imagen de España. También los paros, las reivindicaciones o los
sabotajes dañan la imagen del país hacia el exterior.
Y bueno, ese hatajo de incompetentes
tiene razón. Digo que queda feo mostrar en público la desesperación y la
impotencia en forma de gritos, pancartas, pitidos o caceroladas, escapándose,
de vez en cuando —no todos los planes salen según lo previsto—, algún palo,
desplante, plante, caricia poco insinuante y carga policial. Ya ni le cuento
esta grotesca moda de clamar contra los desahucios o de hacer colas en los
bancos de alimentos o en las oficinas de empleo. Esta última, de paso, a la par
que grotesca, infructuosa: organismo estadístico por excelencia, sólo consigue
archivar nuevas fichas.
Hay que reconocer que tal espectáculo
queda antiestético frente a las cámaras. Desprende un repugnante tufo pechero,
tamaño populacho con cara adusta como portada de los periódicos o cabecera de
los informativos. Trayendo la consecuente caída en desgracia nacional, y el
resultado de dejar de ser el destino preferente de ricachones ingleses y
alemanes —los antiguos soviéticos están hechos al corte—, de magnates de la
inversión lúdica, de usureros con capa de gentiles o de emprendedores chinos…
Aunque a éstos tampoco les importaría demasiado.
Entenderá la falta de arrestos para
plantarse en un país con un grado de descontrol y anarquía jamás desplegado en
su historia. Mezclarse con un pueblo célebre por ser tradicionalmente sociable,
culto y dócil era una excelente propuesta veraniega; hasta que le dio por
rebelarse, claro.
Lo curioso del tirón de orejas
oficial, aspirando a la salvaguarda de la imagen patria, es la exclusión de la
corrupción política, la especulación urbanística, el saqueo del dinero público,
la acumulación de cargos y sueldos en una misma persona, el resello por mano
untada, el transfuguismo por ansia de poder, la colocación de ex altos cargos
gubernamentales en puestos relevantes de un trust, la carencia del graduado
escolar para ocupar plaza ministerial, el despilfarro demagógico, el incremento
de los impuestos, la pérdida de los ahorros, la destrucción de la clase media,
el desmantelamiento del estado social, la estafa previa a la declaración
concursal, el fraude fiscal de las grandes fortunas, la preservación de
privilegiados salarios para los miembros del Ejecutivo y Legislativo, las
expectativas yuguladas, la emigración juvenil, el endeudamiento nacional para
rescatar a la banca privada de una pésima gestión mientras se deniegan
subsidios para educación, formación, investigación e innovación o asistencias
para familias necesitadas…
Se les debió de pasar, supongo. Son
cosas que ocurren con frecuencia. Nadie es perfecto. Porque es imposible no considerar
atentatorio contra la imagen de España semejante listado, y quedarse tan
fresco.
Cabe la posibilidad, sí —y esto es
mera suposición, no se me vaya a interpretar mal—, de que consideren a
cualquiera extraño a su comunidad como un gilipollas. El epíteto viene a ser
algo procaz, lo cual no desdeña su certidumbre.
La sorpresa llega cuando la ONG
Transparencia Internacional publica el Índice de Percepción de la Corrupción
2012 —un catálogo de ciento setenta y seis países según su nivel de
corrupción, en función de la percepción que tienen a este respecto los
ciudadanos de los mismos y diversos especialistas y colectivos consultados por
diferentes organismos internacionales—, y España se sitúa en el puesto treinta.
Empatando con Botsuana.
El Índice se basa en hechos denunciados, España no
ocupa el puesto ochenta —China—, ni el ciento cincuenta —Eritrea—; pero tampoco
comparte podio con Dinamarca —puesto uno— ni Alemania —trece—. La relación ofrecerá
innumerables dudas sobre su fiabilidad, pese a ello, ¿nada de esto daña la
imagen de España? ¿Acaso sólo las manifestaciones populares o las alteraciones
cívicas?
lucenadigital.com, 2 de enero de 2013
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