Qué
bien se nos da y qué fácil es eso de lavarse las manos. Eludir la
responsabilidad, culpando a otros de desmanes por doquier cuando, quienes
debieron garantizar que esto o aquello no se produjera, éramos nosotros. Al
menos en parte. En una gran parte.
O vamos a tener la cara dura de
decir que no mirábamos para otro lado cuando alcaldes y concejales
recalificaban terrenos mientras estrenaban coche de alta gama, chalé en la
sierra o en primera línea de playa y disfrutaban de visitas al Caribe. O cuando
mindundis del tres al cuarto creaban emporios de la construcción y pagaban a
peones de diecisiete años medio analfabetos una nómina mensual de dos mil
euros. O cuando oligarcas del sector energético monopolizaban el mercado,
transformándolo en un lobby. O cuando los bancos concedían créditos sin mesura,
sin exigir requisitos. O cuando promotores y particulares especulaban con la
venta de viviendas. O cuando los compradores hipotecaban el piso por cuantías
que daban para su adquisición, junto con la de los muebles, el coche y el viaje
de novios. O cuando los intereses comenzaron a elevarse hasta situar la
mensualidad de la hipoteca por encima de los sueldos. O cuando se acometieron
obras tan faraónicas como innecesarias. O cuando los consejos de administración
de las cajas de ahorro se cargaron de políticos ricamente remunerados pero sin
idea de gestión. O cuando la innovación y las nuevas tecnologías, siguiendo la
tradición hispánica, se mantenían repudiadas. O cuando los gobernantes y
legisladores, máximos titulares del control, fomentaron este mercado a cambio
de un puñado de votos y el poder, válidos para continuar con sus tejemanejes…
Ahora nos quejamos, criticamos,
gritamos, pataleamos. Nos enfurecemos. Nos indignamos. Condenamos lo que un día
permitimos con nuestra pasividad dominada por la codicia, porque el trabajo no
nos preocupaba y el dinero fluía con una liviandad únicamente contenida por la
avaricia. Porque somos individualistas que entienden que el individualismo
ajeno pisotee la inclinación general.
No contemplamos el arrepentimiento
por haber permitido tanto a tan pocos. Es mejor convencernos de nuestra irresponsabilidad,
alejando el fantasma de la desazón en nuestras conciencias. Nos permite dormir
por las noches. O se lo permite a quien disponga de cama y techo.
Con el rescate a la banca, empresas
privadas al fin y al cabo, ya empezamos a cabrearnos; pese a parecernos natural
que nos concedieran desorbitados préstamos. Aunque, en lo del derrumbe
bancario, es verdad, ha influido algún caradura. O imbécil, que no siempre se
distingue. Pondré por caso el de Caja Madrid.
Leonard Abess Jr. vendió City
National Bank (Miami, EE. UU.) en 1980, recomprándolo quebrado en 1985 por
veintiún millones de dólares. Tras un año de negociaciones, con sus
correspondientes fiestas, comidas y paseos por Miami, sin presiones ni
intermediaciones, en abril de 2008, ocho meses después del escándalo de las
hipotecas subprime —agosto de 2007— y cuatro meses antes de la quiebra de
Lehman Brothers —agosto de 2008—, Miguel Blesa, presidente de Caja Madrid,
firmó la compra de City National Bank por mil ciento setenta y siete millones de
dólares, eludiendo el permiso de la Comunidad de Madrid para las adquisiciones
del cien por cien de una empresa, al realizar la operación en dos pagos: un
primer pago que comprendió el 83% del total y el resto a pagar en dieciocho
meses, conservando el vendedor la íntegra gestión hasta entonces. Vaya ojo para
los negocios. El de Abess, claro. Y Blesa se ganaría su buena comisión,
lavándose también las manos.
Por supuesto, Bankia pretende
deshacerse de su inversión estadounidense, y ha contratado a Goldman Sachs
—otros de tranquilizadora garantía, por los cojones— para el asesoramiento
durante el proceso. En una primera estimación, se cree que quitarse el muerto
yanqui de encima supondrá unas pérdidas de dos tercios de lo invertido… Nada.
Eso es calderilla, hombre.
Aquí, salvo para los cuatro
listillos de costumbre que se lo han llevado calentito, casi ochocientos
millones de dólares de los depositarios se los ha tragado el desagüe del
retrete. Glub, glub. Billete tras billete, en uno de los más avispados negocios
financieros de los últimos años, en plena explosión de la crisis… Pero, ah, sí,
en este momento caigo… Por aquella época España jugaba en la Champions League
de la economía mundial, ¿no?… Así era… Eso lo explica. El riesgo paralizando la
cautela, la falta de diligencia, el triunfo del disparate, la imprudencia de la
temeridad, la iniciativa suicida y la mucha desfachatez.
Y la tristeza no está en lo impúdico de determinadas
conductas, ni en nuestro afán en descargarnos las responsabilidades, sino en el
hecho de que, como españoles de bien, extraños a la mudanza, tarde o temprano,
todo volverá a repetirse. Porque nuestra ignorancia sólo se ve superada por
nuestra estupidez.
surdecordoba.com, 1 de abril de 2013
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